Es un fanfic elaborado por el administrador Armand del Jardín Salvaje y conservado aquí como muestra que le pertenece.
Sus pequeñas, aunque para nada
inocentes manos, acariciaban el borde del recipiente justo antes de
cerrarlo como un niño cuando atrapa una luciérnaga. Tenía sus ojos
avellana en el botón que debía pulsar y sentía cierto cosquilleo,
como si fuese algo prohibido. Sus manos se movieron rápidas
cerciorándose que todo estaba correcto y el aparato enchufado en la
corriente, aunque el cable estaba algo retorcido y casi no alcanzaba
a la pared.
Dentro del recipiente, el cual
contemplaba con fascinación, se hallaba un cerebro humano, su propia
y poderosa sangre, grosellas y rodajas de lima así como más de
siete cubitos de hielo, los cuales había hecho él mismo con una de
las exclusivas botellas de agua de manantial que había visto
anunciar en televisión en más de una ocasión durante la última
semana.
-Falta algo-se dijo mirando a su
alrededor.
El laboratorio era un caos. El cuerpo
de un muchacho de unos veinte años se descomponía sobre la mesa de
operaciones, su rostro era horrible y la tapa de sus sesos no estaba.
Había rebañado el cráneo con una cucharilla de helado que aún
estaba dentro del hueco donde debía estar el cerebro. Sin duda, una
imagen dantesca. Al otro lado, justo en una de las esquinas, la
puerta estaba cerrada a cal y canto para que nadie interrumpiese su
labor, e incluso estaba atrancada con un mocho. Las estanterías
estaban revueltas y manchadas de sangre aún fresca. En una de ellas
había un pequeño frasquito rojo que ponía “Tabasco”.
-¡Eso es!- se bajó del taburete y
caminó hacia la estantería.
Debido a su estatura algunas baldas
eran demasiado altas, pero siempre podía levitar o brincar para
alcanzarlas. Cuando sus dedos tocaron el preciado trofeo escuchó
pasos por el pasillo y sintió la presencia de su maestro. Arrugó la
nariz de inmediato, frunció el ceño y caminó pateando el suelo
hasta su encantadora batidora de brazo americano.
Al abrir la tapa del aparato y después
de la botella pensó que Marius se merecía un castigo por
abandonarlo. En vez de echar unas gotas, como decía su receta
original, echó todo el bote y cerró de nuevo el artefacto
poniéndolo en un nivel suave para que el hielo se picara dejando
algunas láminas de escarcha.
-¡Amadeo! ¡Amadeo abre!-dijo Marius
desde la puerta que parecía derribar- ¡Amadeo! ¡Sé que estás
ahí! ¡Abre Amadeo!
-¡No!-exclamó mirando fascinado como
las hélices mezclaban todo.
-¡Amadeo!-golpeó la puerta con su
puño igual de airado que siempre- ¡No quiero echarla abajo!
-¡Vete con Pandora!-respondió
saboreando el momento al imaginar a su amante, compañero y maestro
tomando aquello.
El ruido que hacía la batidora era
mínimo, pero parecía un pequeño huracán desmarramando, cortando y
mezclando cada ingrediente. Acarició el vaso mezclador mirando que
había hecho justo un litro de aquel batido.
-¡Amadeo! ¡Abre
inmediatamente!-sintió como la frente de Marius golpeaba la puerta
sintiéndose vencido.
-¡De acuerdo! ¡Pero tienes que tomar
algo que hice!-dijo apagando aquel trasto endemoniado y sirviendo su
contenido en un enorme vaso de cartón, el cual era de promoción de
una de las bebidas favoritas de los mortales.
Aquellas palabras no sonaron bien en la
cabeza del Hijo del Milenio. Su rostro se torció en una mueca de
asco y rápidamente su mano diestra fue a tapar su boca, así como la
zurda se colocó en su vientre. Sabía bien que sucedería, lo sabía.
“Esos malditos experimentos acabarán
conmigo como no lo hizo Lestat” pensó para sí cerrando sus orbes
gélidas ante tal desesperación.
Vestía su hermosa túnica borgoña con
bordados dorados, su cabello estaba perfectamente peinado hacia atrás
liberando su rostro de varios de sus mechones, sus zapatos estaban
calzados únicamente por unas sandalias similares a las que
posiblemente llevaban los espartanos. Aquella pose enigmática, fría,
superior a todos, de un hombre culto y elocuente se desvanecía
recordando como manchó la anterior con un vómito de sangre espesa
debido a uno de los numerosos jueguecitos de su pupilo.
-¡Me niego!-dijo retorciéndose aún
del asco y tras aquella delgada puerta- ¡Abre de una vez!
-Pero si está bueno-comentó quitando
el palo que trancaba la puerta y girando diminuta llave en su
cerradura- Hoy hice algo dulce que huele a moras- dijo abriendo
definitivamente la puerta- ¿A caso no me crees?
-Amadeo, si es mentira te aseguro que
la paliza que caerá sobre ti esta noche será épica- le advirtió
tomando el vaso de sus manos.
El minúsculo vampiro dio un paso atrás
cuando notó que el rostro de Marius cambiaba de airado a
nauseabundo, su tono de piel de mármol a rojo como la furia y el
tabasco que había terminado por vaciar. Lo siguiente que pudo ver
era como Marius escupía aquel asqueroso batido manchando su túnica
y provocando que la arrancara lleno de una furia endemoniada.
-¡Te juro que era dulce!-fue lo único
que pudo decir antes de ser agarrado por las manos de su maestro, las
cuales eran como enormes garras que apretaban sus flacos brazos.
-¡Te voy a dar tantos azotes en tus
nalgas que no vas a caminar en meses!-exclamó antes de arrastrarlo
por los pasillos hasta su habitación.
Armand sabía cual sería su destino
aquella noche. Conocía bien que sería golpeado hasta que Marius
creyera que era suficiente. Una vez en el dormitorio fue dejado cerca
de la cama y obligado a desnudarse. El rostro del pelirrojo era un
caos. Se sentía excitado ante la presencia de su maestro, pero a la
vez lo rechazaba. Había visto como Marius se enfurecía por Pandora
y como lo alejaba obligándole a tener un segundo puesto en su
corazón.
Sí, era rencoroso y lo aceptaba. El
rencor le pudría el corazón. Su centenario corazón que latía como
ratón asustado en esos momentos cuando habitualmente ni se
escuchaba. Tomó aire innecesario al notar como las pisadas de Marius
eran firmes, tan decididas como bruscas, y cuando estuvo a su altura
le abofeteó arrojándolo a la cama.
Armand comenzó a llorar arrepentido,
pero ya era tarde. A decir verdad ni siquiera debió echar el tabasco
en aquel mejunje. Era un brebaje maldito que nunca debió ser creado,
pero su color era agradable y pudo ser exitoso. Sin embargo, no era
tiempo para pedir disculpas sino para atenerse a las consecuencias.
Marius agarraba sus muñecas como si
fuese a romperlas y lo hacía únicamente con una de sus manos, la
otra separaba sus piernas y acomodaba su pelvis. No habría caricias,
besos o palabras que le juraran idolatría de forma eterna, pasional
y armoniosa. No. Él se había ganado a pulso aquel sexo violento sin
sentimiento alguno, salvo la furia.
El miembro del Maestro Hijo de los
Milenios entró en su pupilo arrancándole un quejido que intentó
callar. A pesar que lo merecía no le daría la satisfacción de
escuchar sonido alguno de sus labios y supuso que los podría
amortiguar mordiendo la almohada. Pero Marius sabía que tarde o
temprano, más temprano que tarde, gemiría rogando mayores y mejores
caricias. El ritmo empezó fuerte y rápido. Cada entrada era como
derribar un muro con un enorme martillo y su salida un alivio para el
alma del muchacho inmortal.
-Ma... Ma... Maestro- balbuceó notando
como sus muñecas se rompían y su pelvis sufría. Tenía el rostro
cubierto de lágrimas y se retorcía bajo la figura imponente de
Marius.
El romano no tenía pensado parar, así
que aquello sólo fue un aliciente. El ritmo aumentó aún más, con
mayor fuerza y algunos mordiscos adicionales. El miembro de Armand
empezó a endurecerse rozando su punta las sábanas que estaba
manchando con sus lágrimas sanguinolentas. Cada peca estaba tintada
con perlas de sudor similares a las de sus lágrimas. Los testículos
de su amante golpeaban una y otra vez su trasero redondeado, marcado
con algunos azotes esporádicos, y su pecho se encogía mientras su
corazón se pulverizaba. Sentía placer, pero el rencor aumentaba
hasta que él se detuvo saliendo para girarlo.
Al voltear a su víctima, el cual no
era más que en su apariencia un chiquillo, se conmovió besando sus
lágrimas y acariciando su pecho. Sin embargo, recordó como sus
prendas quedaron destrozadas y por ello lo agarró del cuello
presionando mientras volvía a entrar firme. Hizo aquello tan
decidido y frío que hizo que Armand llorara con mayores fuerzas.
Sin embargo, las manos del pupilo
quedaron libres y sus caricias suavizaron la expresión de Marius,
así como sus acciones. El ritmo fue descendiendo a uno lento similar
al del cortejo y sus besos eran una disculpa mutua que callaban
gemidos de ambos. En un último impulso se dieron un abrazo final
mientras su querubín, el mismo que le había destrozado la noche,
ocultaba su rostro sollozante envuelto en palabras de amor que salían
amortiguadas por largos gemidos.
Cuando llegó el amanecer ambos se
hallaban con los cuerpos entrelazados mirándose en un silencio que
condenaba a ambos por igual, una condena simple.
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