Bonsoir
Los amores trágicos son los más recordados y los más intensos. Armand nos habla de un nuevo encuentro con Marius, su creador y maestro.
Lestat de Lioncourt
Sentados en silencio uno frente al otro
como si fuéramos dos desconocidos reconociéndose por primera vez.
El carnaval sonaba en las calles, los gondoleros cantaban frases que
se mezclaban con el sonido de las aguas nocturnas, las risas
estallaban en los diversos escenarios y los malabaristas hacían las
delicias de todos junto a los tragafuegos. Máscaras para cubrir la
verdad que todos ocultamos en lo profundo. Eso era todo.
Sin embargo estábamos allí uno frente
al otro sobre una habitación repleta de mármol, vistosos muebles
estilo Luis XV y cortinas de seda. Rojo, blanco y dorado. Los
candelabros de oro sostenían hermosas velas que iban derritiéndose.
Nada de luz eléctrica que rompiera el encanto. Como si los siglos no
nos hubiesen separado y por fortuna jamás hubiese lamido el fuego su
piel, el dolor mi alma y la distancia nuestros corazones.
Vestido con una túnica roja que cubría
todo su cuerpo, con las mangas algo anchas y el cuello de pico mal
colocado hacia el lado derecho mostrando sus masculinas clavículas y
parte de su torso. Sus cabellos estaban perfectamente peinados y sus
pómulos parecían mucho más marcados por su severa mirada. Me
contemplaba como si fuera un insecto que zumbaba a su alrededor. Sus
más hermosas pinturas estaban a sus espaldas junto a elegantes
esculturas de ángeles. Quise llorar.
Silencio. Sólo había silencio. Él no
lo rompía y yo tampoco.
Mis ropas no eran atuendos de época,
ni siquiera encajaba en la Venecia actual llena de ropas y máscaras
de los diversos personajes del carnaval. Y sin embargo yo llevaba mis
pantalones sucios por barro y sangre, mis botas de cuero desgastadas
con los cordones sueltos y el pelo enmarañado y la camisa de algodón
blanca manchada y rota.
—¿Qué deseas?—preguntó con un
tono de voz quedo y amargo—. Según tenía entendido no volverías
jamás a pisar este lugar.
—Maestro—dije con la voz quebrada
intentando aproximarme a él.
—Ya no soy tu maestro—aquellas
palabras me destrozaron—. Hace mucho que decidiste desvincularte de
mí, mi yugo y tiranía. Recuerdo todas y cada una de tus palabras.
—¿Del mismo modo que yo recuerdo tus
latigazos?—un par de lágrimas corrieron por mis mejillas.
Un ángel que derramaba lágrimas de
sangre. Un ángel de mármol con cabellos de fuego y sin alas en su
espalda. Porque lo único que he llevado a mis espaldas han sido los
pecados del mundo y los míos. Como si fuera Atlas cargando el mundo
a sus espaldas con las piernas flexionadas y cantando un Aria a mi
alma condenada.
—¡Eran por amor!—estalló.
—¡Eso sólo me hizo despreciarte aún
más!—grité erizando mi espalda como si fuera un gato.
—Yo sólo quería
disciplinarte—reclamó en un murmullo que me hizo sentirme mareado.
—¡Yo sólo quería amarte!
Silencio. Nuevamente silencio. El mismo
silencio que rompí al caer de rodillas llorando y sus sandalias
sonando por el suelo hasta llegar a mí. Colocó sus manos sobre mis
hombros y acabó abrazándome. De nuevo entre sus fríos, fuertes y
duros brazos me sentí embargado por la felicidad y la paz. Era
consciente que jamás podría alejarme demasiado. Le amaba a pesar
del dolor y la distancia. Estábamos condenados.
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