El silencio había hecho acto de
presencia mientras se hallaba frente al piano. Aquellas hermosas
teclas de marfil le incitaban. Quería acariciarlas, hundir sus dedos
en ellas presionándolas y escuchar la agradable melodía de alguna
partitura que recordara. Se sentó acomodando mejor los puños de su
camisa y cuando fue a tocar escuchó pasos por el pasillo, cierto
alboroto y finalmente la explosión de una pelea.
—¡No soy una fulana!—escuché
decir a Armand—. ¡Su hijo se ha acostado con medio mundo y yo soy
la puta! ¡Es usted odiosa!
—Cálmate putita, cálmate—era la
voz de mi madre y aquello me desconcertó.
¿Qué hacía ella aquí? ¿Qué
deseaba? Había pedido que viniese a visitarme hacía meses y se negó
en rotundo. Si bien allí estaba. Tras el marco de la puerta se
hallaba su elegante figura enfundada en un traje de cazador. Tenía
unos pantalones sucios por el barro, al igual que las botas, y su
camisa blanca de algodón estaba manchada de musgo. Olía a bosque y
agua estancada.
Armand estaba parcialmente desnudo,
pues no llevaba camisa alguna, y no tenía zapatos. Sus pisadas eran
fuertes y se escuchaba por el suelo de mármol del pasillo. Su rostro
era el de un animal a punto de saltar contra su presa totalmente
fuera de sí.
—¡No sé ni para que he venido a
esta casa!—dijo él.
—Para tirarte a todo el servicio,
supongo. Eso que hacías ¿cómo se llamaba? ¡Ah! ¡Sí! Ménage à
trois—una elevada carcajada salió de su pequeño torax antes de
hundir a Armand en una rabia incontrolable.
—¡Usted no me puede dar lecciones de
moral cuando se acostó con su hijo en más de una ocasión! ¡Con su
propio hijo!—me levanté del piano cuando escuché aquello. Sabía
que la reacción de mi madre sería terrible. La voz de Armand había
reverberado por toda la estancia hasta el techo, explotando con
furia, mientras prácticamente se lanzaba contra ella con una mirada
furiosa.
Mi madre con la elegancia que le da ser
una dama, pues a pesar de parecer un muchacho salvaje lo es, levantó
su mano rápidamente y le abofeteó tirándolo al suelo. Los ojos de
Armand se llenaron de lágrimas mientras le temblaba el labio
inferior. Sabía que no podía hacer nada contra ella aunque fuera
más anciano y poderoso. Gabrielle imponía respeto con su sola
presencia.
—Y no vuelvas a levantarme la voz,
zorra—dijo antes de girarse hacia mí, pues había logrado estar
cerca de ella—. Me voy. Ni me digas nada.
—Pero... —balbuceé sin dar crédito
aún a todo lo que acababa de suceder.
—Vigila mejor a tu servicio y a las
fulanas que entran en tu casa.
Pronto escuché un terrible portazo y
como los vidrios de la puerta estallaban. Armand permanecía en el
suelo cubierto por una pátina de rabia. Mis ojos estaban vidriosos y
al borde de las lágrimas. Mi madre había regresado para verme y
ellos se habían enzarzado en una palea, como en aquellos días.
Quise gritar pero lo único que logré hacer fue regresar al piano,
comenzar a tocar e intentar calmar mis ánimos. Estaba furioso.
Lestat de Lioncourt
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