¿Quieren conocer como Mona terminó con David durante un tiempo? ¿Por qué esas eternas discusiones que tengo con ella? ¿El motivo de mi relación con Rowan hoy en día? ¿Por qué Tarquin sigue llorando? Bueno quizás lo último no hace falta porque todos saben como son los Blackwood.
Lean la primera parte de la trilogía.
Lestat de Lioncourt
LA TERRIBLE DISCUSIÓN
Blackwood Farm se hallaba más
silenciosa que nunca. Ni siquiera se escuchaba el crujir de los
viejos muebles debido a la humedad reinante. Hacía tan sólo unas
semanas que todo había acabado y el desenlace fue fatídico para mí.
Llevé a mi editor la última aventura que pensaba escribir, pues
estaba cansado de narrar peripecias que parecían que ya no
entusiasmaban demasiado. Quería quedarme en silencio que recordaran
mis mejores momentos. Y no es que fuera a desaparecer por completo,
pues siempre la chispa de la locura anida en los corazones de
aquellos que son como yo. Posiblemente mis aventuras proseguirían,
como ha ocurrido, pero momentáneamente quería tener un momento para
mí y los míos.
Louis y David se hallaban juntos en uno
de mis viejos apartamentos de San Francisco. Había adquirido
prácticamente un edificio entero y especulado con él, para luego
quedarme con la última planta desde donde se podía ver
prácticamente toda la ciudad. El ruido de sirenas era imposible de
soportar en las plantas más bajas, pero arriba lo único que podías
temer era que un pájaro se estrellara contra tu ventana. Según
David todo iba bien pese a que su voz se encontraba desecha. Él ya
sabía que Merrick no volvería y aún así parecía esperanzado de
alzar el teléfono y escuchar su voz. Por eso mismo dejé de llamar
para averiguar como estaban ambos. Además el tono frío de Louis era
desconcertante.
—Dile que no vuelva a llamar—escuché
una vez—. Su caridad no me interesa. ¿Por qué no se la envía por
paquetería a la furcia que tanto ama?
Fue doloroso para mí. No tenía lugar
donde ir. Me negaba a regresar a mi vieja mansión. Ver los cuadros
que Louis había elegido cuidadosamente o los numerosos recuerdos,
unos más importantes que otros, allí desperdigados como si no
valieran nada, porque ese era el precio que tenían para Louis, me
destrozaba.
Aquella noche todos se habían marchado
para comprar los preparativos para la fiesta de Halloween y se habían
hospedado en uno de los lujosos, céntricos y espectaculares hoteles
del centro de la ciudad. La mansión era para nosotros tres. No
obstante ni siquiera Tarquin o Mona se hallaban allí. Sólo estaba
yo con mis pensamientos esperando que Julien apareciera, pues
detestaba escuchar el murmullo del silencio zumbando en mi oreja.
Bajé por la escalera de madera que
conectaba las dos plantas, la cual había servido en ocasiones a
Virginia Lee para descenderla fuera de sí rogando por sus hijos, y me
encaminé al viejo dormitorio de la señorita Lorraine McQueen. Aún
recordaba a Tía Queen con aquella bata de seda rosa pastel, sus
labios perfectamente pintados, un brillo pizpireto y locuaz en sus
ojos, el cabello cano recogido y esos vertiginosos tacones. Una dulce
y adorable anciana con una fuerza increíble que terminó muerta sin
llevar sus hermosos zapatos de tacón, contra el tocador que siempre
amó y por el fantasma que siempre negó ver.
La habitación estaba igual que cuando
ella murió. Mi hermanito era un nostálgico y comprendía que
guardara los recuerdos, aunque muchos de sus vestidos y tacones
fueron a parar a las manos de Mona. También algunos camafeos,
pañuelos de seda y sortijas. Jasmine se quedó con el resto de las
prendas y los bolsos. Ella era una buena amiga de la familia, por no
decir que era parte de ella y estaba vinculada a Blackwood Farm
mediante la sangre que llevaba su hijo Jerome. Ese niño era hermoso
por su color chocolate y esos ojos enormes y azules como su padre,
Tarquin.
En definitiva, había entrado en el
nuevo santuario de la casa. La vieja cama con su dosel, su colcha
perfectamente acomodada y el aroma de los perfumes diseminado por el
aire. Inclusive estaban las viejas zapatillas rosas, muy cómodas y
calientes, que nunca usaba. Estar allí sin Tarquin y sin su tía,
sin nadie en la casa aparentemente, era sobrecogedor. Acaricié mi
levita y miré los camafeos que tenía por botones. ¡Cuánto le
habían gustado! Aún en mi mente estaba el eco de aquella
conversación sobre libros y camafeos. Ella no sospechó jamás que
yo no era ese jovencito al que regañaba y adulaba a la vez, pero
creo que en el fondo sabía que las apariencias pueden engañar al
ojo humano.
Escuché entonces la puerta principal y
unos tacones finos sonando en mi dirección. La puerta se abrió
suavemente, pues la había dejado tan sólo encajada, y en la
penumbra pude ver su diminuta silueta. Ella deslizó su mano hacia el
interruptor y encendió la luz sorprendiéndome como si fuera un
ladrón. Su rostro era dulce y aniñado, salpicado de pequeñas pecas
y con unos hermosos labios extrañamente seductores.
—Hola Jefecito—dijo entrando en la
habitación para acercarse a mí con una leve sonrisa iluminando su
rostro.
—Mi querida brujita—respondí
tomándola del rostro de inmediato.
Llevaba un vestido extremadamente corto
e informal. A penas cubría sus pechos con aquel enorme escote y la
espalda estaba al descubierto, aunque tenía el pelo suelto como si
fuera una leona y la falda cubría lo justo. Un aspecto
extremadamente erótico para mí y para cualquiera que posara sus
ojos en ella.
Por el contrario mi vestimenta no era
tan informal, aunque sí exótica. Llevaba mi levita favorita, camisa
blanca con una corbata violeta y unos pantalones de vestir oscuros
que había adquirido recientemente junto a unas botas. Las botas
estaban sucias y no me había percatado hasta ese momento, pues bajé
mi vista para ver sus pequeños pies en aquellos zapatos elegantes,
los cuales le hacía ganar unos centímetros de estatura, y provocaba
que sus formas femeninas se realzaran. Juro que intenté controlarme
pero fue imposible. Mis ojos quedaron fijos en aquellos hermosos y
rellenos pechos, los cuales eran redondos y de pezones rosados.
Prácticamente estaban fuera, pues la tela comenzaba a cubrirlos casi
en el aro del pezón.
—¿Qué haces aquí tan solo?—murmuró
colocando sus manos sobre mi torso para acariciar mi corbata tirando
con cuidado, pero haciéndose notar que estaba allí tirando de
ella—. Y no sólo estás aquí a solas con tus pensamientos sino
que también a oscuras. ¿Juegas a los ladrones, jefecito?
—No...—dije intentando apartarla,
pero era imposible.
Mis manos se quedaron fijas en su
cintura, acariciando sus caderas y el borde de su vestido. Juro que
tenían vida propia. Cada centímetro que tocaba era un paso más
hacia el infierno y yo lo sabía, si bien seguía tentando al diablo
y provocando una situación dolorosa para ambos. Si seguíamos de ese
modo terminaríamos cometiendo una locura.
—No estaba con mis pensamientos—logré
decir en un balbuceo antes de sonreír descarado.
Tuvimos un cruce de miradas que me
calentó como si hubiesen encendido algún botón interno. Deseé
besar su boca atrapándola con una ansiedad atroz. No sé siquiera
como controlé mis instintos desenfrenados en ese momento.
—Pues no lo parecía, jefecito—su
sonrisa se ensanchó mientras caminaba hacia atrás, sintiendo el
tocador golpear mis piernas y provocando que me sentara. Algunos
frascos tintinearon y el mueble pareció quejarse—. ¿Qué ocurre?
¿Me tienes miedo?—preguntó rozando sus pechos contra mi torso
mientras deslizaba sus manos por mi torso hasta mis caderas, y desde
allí subía por mi espalda dejando una excitante sensación.
—Espera, espera... —aquella sonrisa
pícara no se iba de mis labios.
No sabía porque hacía aquello otra
vez, pero sin duda iba a caer a sus pies como siguiera de ese modo.
La alejé para ir hacia el sofá de la habitación, uno tapizado en
borgoña como algunos que habían en el salón, y la miré de arriba
a bajo.
Tenía ante mí a una mujer seductora,
inteligente y extremadamente fuerte. Su cabello caía en cascada
rojiza sobre sus hombros, rozando su escote y su espalda. Tenía una
cintura diminuta y unas caderas marcadas. Sus piernas eran largas a
pesar de su estatura y tenía unos senos turgentes, atractivos y
deseables.
—¿Estás temblando?—preguntó
acercándose a mí para tomar asiento sobre mis piernas.
Su peso sobre mis muslos fue muy
agradable y el aroma que llevaba pegado a su piel, a lirios y
dondiegos, me hizo temblar aún más. Sí, estaba temblando. El peor
momento, ese que aguardaba inquieto, estaba sucediendo. Podía sentir
sus manos jugando con corbata a anudarla y desanudarla. Plegó
ligeramente su ceño uniendo sus cejas, frunció sus labios y después
se echó a reír. En sus ojos verdes, los cuales eran como un campo
de hiedra, me enredaban y contagiaban.
—¿Por qué me haces esto brujita
hermosa?—dije olvidando por un momento nuestras discusiones y el
deseo de alejarla de mí, por su bien, el de mi hermanito y el mío
propio.
—¿Qué te hago?—dijo rozando su
sexo contra mi bragueta.
Aquel juego estaba convirtiéndose en
una pequeña tortura que saboreaba como si fuera un gran manjar. Mis
manos fueron a su cintura y se deslizaron hacia su cadera. Ayudaba a
Mona a moverse con un erotismo propio de cualquier Mayfair, pero
sobre todo de alguien como ella. Era la belleza del veneno más
delicioso. Sabía bien, olía bien y a la vez te mataba pudriéndote
cualquier pensamiento racional necesario. Sin duda era la Bella Dona
de mi jardín.
—Volverme loco—susurré
inclinándome hacia su rostro, el cual se alzó y provocó que
nuestros labios se rozaran dejando que mi aliento golpeara el suyo—.
Mona... —jadeé al sentir su diestra sobre mi bragueta apretándola
suavemente con sus dedos y su zurda acariciando los cabellos de nuca,
pues había deslizado su brazo alrededor de mi cuello apoyándolo en
mi hombro.
—Jefecito... —el tono de sus
palabras era tan erótico como sus pezones duros que se marcaban bajo
la tela de su vestido.
—Mona... Mona...—decía aquello
moviendo la cabeza de derecha a izquierda como si la regañara. Sin
embargo no reprobaba su actitud. Quería tenerla para mí en aquella
habitación y que sólo existiéramos nosotros, aquellas cuatro
paredes y nuestra ropa revuelta por el suelo.
—¿Sí?—preguntó antes de
abandonar varios besos e la comisura de mis labios, mis mejillas y
mentón—. Dime.
Mi mano derecha dejó su cadera y viajó
sobre sus muslos, acariciando el borde de lentejuelas de aquel traje
minúsculo y seductor. No lo he dicho ¿verdad? Era blanco como la
espuma del mar. Una Venus salida de la espuma de un mar revuelto.
Parecían escamas de una sirena pegadas una a una con sutileza, como
si estuviera confeccionado a su medida. Al subir la tela palpé otra,
mucho más fina y en forma de triángulo. Era un tanga minúsculo que
protegía su pequeña vagina con aquellos escasos cabellos rojizos.
—¿Por qué?—lancé al aire
mientras hundía mis dedos en ella perdiendo por un momento la
cabeza.
No existía Rowan en esos momentos. El
dolor de haberla perdido del mismo modo que había perdido a Louis no
me hundía en la miseria, ni me hacía sentir lástima de mí. No
había nada que me impidiera sentir a Mona de aquella forma. Sabía
que amaba a Tarquin, pero ella parecía decidida a ofrecerme un juego
tan deseable como fortuito. Ninguno de los dos habíamos buscado el
momento, o al menos yo no lo había hecho.
Ella se rió con una risa tan
cristalina que me produjo un escalofrío que recorrió todo mi
cuerpo. Quise abrazarla, pegarla a mí hasta fundirla con mi propia
alma y dejarla allí encerrada para siempre. Sus manos, siempre
hábiles, quitaron mi cinturón y desabrocharon el primer botón del
pantalón. El cierre cedió rápido y mi miembro salió de entre la
ropa interior.
—Te quiero brujita, te quiero—dije
rozando mis labios con los suyos para atraparlos y besarla con una
pasión ardiente.
Podía sentir sus cálidas y pequeñas
manos sobre mi sexo. Se movían arriba y abajo mientras la mano
izquierda, con suma delicadeza, apretaba mis testículos. Eché la
cabeza hacia atrás desde el primer momento, abrí las piernas por
inercia y dejé que ella hiciera lo que quisiera. Si bien ella se
apartó levantándose para caminar hacia la cama. Sin embargo antes
se giró hacia mí con una sonrisa de falsa inocencia, la misma que a
veces mostraba para sus víctimas, quitándose mientras la ropa
interior para lanzarla a mi cabeza. Cayó sobre mi leonina mata de
cabello dorado. Aquel pequeño tanga de color blanco roto y encaje
era encantador, olía a ella y quedó entre mis manos mientras lo
observaba como si fuera una obra de arte colgada en algún
estrafalario museo.
Caminó con elegancia haciendo sonar
sus tacones y se recostó en la cama. Si les soy sincero no hay nada
más atractivo que una mujer caminando como lo hacía ella. Los
tacones son hermosos únicamente si se saben llevar. Ella no sólo
sabía llevarlos sino que jugaba con el sonido que iban dejando tras
cada pisada.
Cuando se recostó abrió sus piernas
mostrándome que ya no tenía frontera alguna entre mis deseos y los
suyos. La tela que ocultaba su pequeño tesoro, un mundo con un
hermoso monte de venus salpicado por suave vello rojizo, ya no
existía y yo podía adentrarme allí con descaro. Sus ojos verdes se
clavaron en los míos mientras me incorporaba hacia ella quitándome
la levita, arrojándola a un lado, del mismo modo que me arrancaba la
corbata y abría mi camisa.
Me llamaba como si fuera una sirena. En
realidad tal vez lo era. Ella tenía una influencia sobre los hombres
que provocaba que todos cayéramos rendidos a sus pies. En ese
momento estaba cayendo a sus pies dejando mi alma en sus manos. Me
maldeciría después, cuando tomara consciencia de mi imprudencia.
Pero en esos momentos, tan dulces y desesperados, sentí una ternura
extraña hacia la criatura que se hallaba postrada en mi cama.
Sus piernas se abrieron mostrando sus
perfectos muslos blancos, el vestido se levantó y sus pechos
parecían salirse del escote. Sus manos estaban colocadas entorno a
su cabeza, jugando con sus dedos entre sus propios mechones y
ofreciendo un aspecto similar al de la hermosa Ophelia, pero sin las
aguas ni las flores.
—Mi tierna y seductora bruja—murmuré
recostándome sobre ella para besar sus labios entreabiertos y
húmedos—Mi tierna bruja... mi brujita...
—Jefecito—dijo llevando sus manos a
mis hombros mientras me presionaba hacia ella.
Percibí su aroma tan seductor que
podría jurar que me enamoré de ella, aunque sabía que ya la amaba
como jamás había amado a otra de mis creaciones. La más perfecta y
mortífera, sin duda. Mucho más hermosa que Merrick y más fuerte
que David. Era increíble, seductora y me provocaba. Tomé un par de
mechones de su pecho y lo llevé a mi nariz para oler aquel champú
de flores, después hundí mi nariz en su canalillo y terminé
bajando los diminutos tirantes que sujetaban la prenda.
Sus senos se descubrieron
antojadizamente seductores. Sus pezones estaban duros y el aro rosado
les daba un aspecto de pequeños fresones. Pasé la punta de mi
lengua alrededor de estos, los besé como si fuera un crimen no
hacerlo y mordí bajo el caliente pliegue que hacían estos.
Mientras, con descaro, levanté la falda corta de su vestido.
—Jefecito...—jadeó logrando que me
endureciera aún más.
Mi sexo se endurecía por la excitación
que sentía al verla de ese modo. Notaba como todo mi cuerpo se
dejaba llevar por el momento. Me deslicé por su pequeña y moldeada
figura, abrí bien sus piernas y observé sus labios abiertos,
húmedos y necesitados de mi palpitante miembro. Sin embargo me
incliné abriendo con dos dedos, de la mano derecha, sus labios
inferiores y introduje mi lengua en su vagina. El delicioso sabor de
sus fluidos me taladró el cerebro y comencé a lamer enfervorecido.
Pasé mis brazos bajo sus piernas, atraje su cuerpo y comencé a
succionar su clítoris, hundir mi lengua en ella y lamer como si se
tratara de un dulce y yo un niño. Los gemidos de Mona se
convirtieron en quejidos de placer. Sus manos fueron a mis cabellos y
empezó a tirar de ellos.
La colcha se arrugaba bajo su cuerpo y
su mano izquierda acabó agarrándose al filo de la cama para no
caerse. Entonces, como si no pesara, me incorporé y la giré
dejándola de lado. Rápidamente me acomodé a su lado, bajé mis
pantalones y la penetré agarrándola del cuello con la mano
izquierda, prácticamente inmovilizándola, mientras alzaba su pierna
con la diestra. Sentía que mi mirada era siniestra y perturbada.
Ella sabía como provocarme con sus gemidos y resuellos. Su mano
derecha buscó la mía y la apretó para ayudarme a levantar mejor su
pierna.
—Brujita... eres toda mía. Al fin
eres toda mía—dije entre balbuceos y gruñidos en francés. Mi
frente húmeda por el sudor se había pegado a su mejilla y mi nariz
estaba pegada a su cabello rojizo. El sudor sanguinolento manchaba
las prendas que aún teníamos y la cama.
—¡Jefecito!—gritó pegándose
mejor a mí y buscando con su zurda desesperadamente mi rostro, pero
lo que encontró fue un mechón de pelo rubio que no dudó en tirar.
Las embestidas que le ofrecía en rudas
y apasionadas. Sentía como me atrapaba entre sus músculos,
exprimiendo mi sexo duro y cubierto de pequeñas venas, y también
escuchaba el seco golpear de mis testículos contra ella. Ella gimió
fuerte y violentamente llegando al orgasmo, aquel espectáculo y las
sensaciones que me trasmitió su cálida vagina, la cual se humedeció
aún más, hizo que llegara pocos segundos después. Me corrí dentro
de ella, pero no dejé de penetrarla. El ritmo se volvió lento poco
a poco del mismo modo que regresaba a mí el poco juicio que tenía.
Sin embargo no me moví aún. Me abracé
a ella jurándole en francés que la amaba. ¿Era mentira si acaso?
No, no era mentira ¿adónde iba a ir con las mentiras? ¡A ningún
lado! No iba a ningún lado con una mentira. La amaba. Juro por Dios
que la amaba. Nunca he dejado de amar a Mona, pero es un amor que
raya lo imposible y descarado. Ella ama mucho más a Tarquin y yo
estoy condenado con Rowan. El amor puro de Rowan me emborrachaba y
embotaba todos mis sentidos. Dejé de besarla sintiéndome
terriblemente culpable.
Me aparté de ella incorporándome de
la cama y comencé a vestirme. Ella me miró confusa y agitada. No se
levantó porque esperaba que no lo hiciera, pero cuando me vio
decidido a marcharme no lo dudó. Se levantó como una fiera.
—¡Dónde crees que vas!—gritó—.
¿Qué te crees que soy?
—No está bien—dije casi sin
aliento—. Mona por favor...
—¿Y qué está bien para ti? ¡Me
has dicho que me amabas!—sus ojos se volvieron tristes y apagados,
para después verse esa chispa de odio mientras sollozaba.
¡Dios! ¡Dios mío! ¡Deberían haber
visto ese espectáculo! Era horrible y criminal. Era un criminal.
Había hecho daño a Mona con mis argucias y la había dañado. Ella
me amaba. No había duda en ello. No podía haber duda.
—No dudo de tu amor pero... —quise
hablar y no me dejó.
—¡Pero qué!—gritó
interrumpiéndome—. ¡Dilo!
—Tú amas a Tarquin. Él es tu noble
Abelardo que siempre te cuidará y protegerá. He... —balbuceé
llevándome las manos a la cabeza—. He traicionado su confianza.
¡Soy un pésimo amigo! ¡Un amigo terrible! ¡Dios mío castígame!
—¡No me importa Tarquin!—respondió—.
Él ya no me quiere a su lado. Tienes el deber de...
—Mona ¿cómo puedes decir semejante
locura?—fruncí el ceño y bajé las cejas para acercarme a ella,
pero se apartó golpeándome. Me empujó provocando que trastabillara
y cayera de espaldas contra el tocador, el cual tembló y cayeron
algunos frascos de perfume rompiéndose en el suelo.
—Él no me ama y tú me has usado ¿a
caso mentías hace unos momentos?—preguntó y entonces se echó a
reír como si estuviera loca—. ¡Ahora lo entiendo!
—¡No entiendes nada!—me acerqué a
ella y la tomé por los brazos intentando que me escuchara, pero se
revolvía como si fuera una víbora y quisiera inyectar en mí su
veneno.
—¡Claro que sí!—dijo con la voz
tomada por el forcejeo— ¡Quieres a esa maldita frígida que nunca
te dará el sexo que yo te acabo de dar!—gritó alejándose de mí
para acercarse a la puerta— ¡Esa maldita desgraciada que después
de perder la matriz perdió la poca feminidad y belleza que
poseía!—me mostraba su peor cara. Ese hermoso rostro se
distorsionaba con aquellos poderosos colmillos que no dudaba en
mostrar. Tenía aún los pechos fuera y se movían frenéticamente
completamente empapados en sudor—. ¡Esa que te vuelve loco! ¡Esa
maldita vieja bruja! ¡La cual ni siquiera te dará sexo! ¡Ni
siquiera puede dar hijos!
—¡No hables así de Rowan!—espeté
a punto de llorar.
—¡Hablo de ella como me da la
maldita gana!—dijo acercándose a mí para gritarme a la cara.
—¡No puedes!—quise atraparla pero
se movió rápida y caminó hacia el salón, donde la seguí para
seguir discutiendo.
La mesa del comedor aparecía solemne
con un enorme jarrón lleno de flores frescas de floristería. La
lámpara que colgaba con sus encantadoras lágrimas se veía limpia y
hermosa. La luz de la sala estaba prendida desde que bajé para
inspeccionar la habitación de tía Queen. Ella se veía magnífica
allí entre numerosas miradas silenciosas que surgían de entre los
lienzos que se hallaban colgados en los muros. Simplemente magnífica.
—¡No! ¡No! ¡No puedes! ¡No
puedes! ¡Claro que puedo! ¡Por supuesto que puedo! ¡Esa maldita
desgraciada me quiso matar en varias ocasiones! ¡Tú mismo lo viste!
¡Lo viste Lestat! ¡No te hagas el inocente y olvidadizo conmigo!—se
acercó a mí y me golpeó el pecho una y otra vez, con gran parte de
su fuerza. Yo intentaba no retroceder y abrazarla, mas era como si
quisiera alzar los brazos para tocar el sol y no quemarme.
—¡No tolero que hables así de
ella!—decía con lágrimas en los ojos y casi sin aliento. Estaba
furioso, dolido, preocupado y triste. Todo estaba convirtiéndose en
una discusión terrible. Era la peor que habíamos tenido en meses,
por no decir que era la peor que habíamos tenido desde que nos
conocíamos.
—¡Y qué hay de mí! ¡Yo que soy!
¡Qué soy!—dijo apartándose para señalarse y tirarse del pelo,
dejó las manos enmarcando su rostro y chilló a pleno pulmón.
—Eres... eres mi hija a la cual
amo... —musité temeroso de su reacción, la cual no tardó en
llegar.
—¡Serás farsante!—me escupió con
rabia—. ¡Cerdo descarado! ¡Ojala te pudras maldito hijo de puta!
¡Ni tu madre te soporta! ¡Nadie te quiere y siempre quedas solo!
¡Por eso te quedas solo! ¡Eres insufrible!
—¡Cállate!—dije intentando
imponerme.
—¡No!—respondió.
De forma automática, y juro que sin
pensar, la abofeteé y tiré contra la mesa bajándome la cremallera.
Toda aquella pelea me había excitado de tal modo que había acabado
de nuevo con una erección. A veces me sucedía con ella y Tarquin lo
sabía, por eso intentaba estar siempre presente. Él no era
estúpido. Era conocedor de aquella tensión sexual que ambos nos
ofrecíamos con cada mirada, gesto o palabra.
Sin embargo no entré en su vagina,
sino en su ano. Abrí bien sus piernas y la penetré con una
violencia aún mayor que en la cama. La mesa se desplazó y el jarrón
cayó rompiéndose, derramando el agua que contenía y esparciendo
las flores. Pronto sus quejas se habían convertido en llantos de
placer y peticiones sucias que se elevaban por los altos muros del
salón.
—¡Así! ¡Así! ¡Hazme tuya
jefecito! ¡Soy tuya! ¡Tuya!—gritó de forma lasciva.
—Eres mi brujita y la única puta que
deseo con tanta vehemencia—estallé rompiéndole el vestido y
subiendo una de sus piernas a la mesa, dándome así mayor acceso a
su vagina. Mi mano derecha la estimulaba hundiendo casi toda la mano
en ella, penetrándola con ésta y ofreciéndome el calor húmedo y
delicioso que ella emanaba. La izquierda la sostenía tirando de su
pelo y pegándola contra la mesa—. ¡Di el nombre de tu dueño! ¡Di
quien te posee! ¡Bruja! ¡Di quien te posee!
—¡Tú! ¡Lestat! ¡Tú!—dijo
gimiendo como lo haría una prostituta bien entrenada.
La mesa se quejaba por el peso que
soportaba y los envistes, pero no se rompió. Ella tenía las manos
sobre sus pechos pellizcándose sus pezones y ofreciéndome una
mirada sucia por encima de su hombro, pues tenía el rostro girado
para verme.
—Eso es. Yo soy tu dueño—murmuré
inclinándome para morder y lamer su espalda mientras salía de ella—
Ven aquí—dije notando que le resultaba difícil moverse por la
excitación pues estaba agitada—. ¡Ven aquí!—grité alargando
mi brazo para tomarla del pelo y arrodillarla frente a mí.
Sin importarme nada, ni siquiera su
expresión contraída y como había quedado el maquillaje de sus
ojos, del cual me percataba en esos momentos, penetré su boca y
agarré su cabeza para llenarla con mi miembro. El glande chocaba
contra su paladar y sus labios, gruesos y suculentos, intentaban
apretarlo mientras lo abarcaban por completo.
—Así, así... mi hermosa brujita...
mon amour... cherie.... —jadeaba con la boca seca y los ojos
cerrados mientras ella se aferraba a mi pantalón.
Cuando eyaculé lo hice en su boca e
hice que se lo tragara. Mi mirada estaba cubierta de una pátina de
lujuria, desesperanza y rabia. Al salir de entre sus labios sonrió
tomándolo con sus manos. Me quedé con los ojos clavados en su
lengua que volvió a serpentear sobre mi sexo. Se llevó entre sus
labios mis testículos y los apretó, después hizo lo mismo con el
glande y me hizo aferrarme a la mesa. Allí mismo me hizo una
gloriosa felación. Rowan jamás me haría algo así, lo sabía.
—¿Y bien? ¿Te quedas
conmigo?—preguntó de rodillas después de mi tercera llegada, a la
cual prácticamente llegué sin esperma que ofrecerle.
—Tienes a Tarquin—esa respuesta
provocó en ella que se levantara y empezara a arrojarme todo lo que
tenía a mano.
Chillaba pidiéndome que me fuera y no
volviera a Blackwood Farm. Ella me estaba echando sin que mi
hermanito supiese algo. Me decía que si volvía le diría todo a
Tarquin y se encargaría que Rowan también tuviese conocimiento de
todo lo que habíamos hecho, dicho y sentido. Me aparté de ella y
salí corriendo.
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