Durante largos años he publicado varios trabajos originales, los cuales están bajo Derechos de Autor y diversas licencias en Internet, así que como es normal demandaré a todo aquel que publique algún contenido de mi blog sin mi permiso.
No sólo el contenido de las entradas es propio, sino también los laterales. Son poemas algo antiguos y desgraciadamente he tenido que tomar medidas en más de una ocasión.

Por favor, no hagan que me enfurezca y tenga que perseguirles.

Sobre el restante contenido son meros homenajes con los cuales no gano ni un céntimo. Sin embargo, también pido que no sean tomados de mi blog ya que es mi trabajo (o el de compañeros míos) para un fandom determinado (Crónicas Vampíricas y Brujas Mayfair)

Un saludo, Lestat de Lioncourt

ADVERTENCIA


Este lugar contiene novelas eróticas homosexuales y de terror psicológico, con otras de vampiros algo subidas de tono. Si no te gusta este tipo de literatura, por favor no sigas leyendo.

~La eternidad~ Según Lestat

lunes, 24 de febrero de 2014

La terrible discusión

Bonsoir mes amis

¿Quieren conocer como Mona terminó con David durante un tiempo? ¿Por qué esas eternas discusiones que tengo con ella? ¿El motivo de mi relación con Rowan hoy en día? ¿Por qué Tarquin sigue llorando? Bueno quizás lo último no hace falta porque todos saben como son los Blackwood.


Lean la primera parte de la trilogía.

Lestat de Lioncourt

LA TERRIBLE DISCUSIÓN 

Blackwood Farm se hallaba más silenciosa que nunca. Ni siquiera se escuchaba el crujir de los viejos muebles debido a la humedad reinante. Hacía tan sólo unas semanas que todo había acabado y el desenlace fue fatídico para mí. Llevé a mi editor la última aventura que pensaba escribir, pues estaba cansado de narrar peripecias que parecían que ya no entusiasmaban demasiado. Quería quedarme en silencio que recordaran mis mejores momentos. Y no es que fuera a desaparecer por completo, pues siempre la chispa de la locura anida en los corazones de aquellos que son como yo. Posiblemente mis aventuras proseguirían, como ha ocurrido, pero momentáneamente quería tener un momento para mí y los míos.

Louis y David se hallaban juntos en uno de mis viejos apartamentos de San Francisco. Había adquirido prácticamente un edificio entero y especulado con él, para luego quedarme con la última planta desde donde se podía ver prácticamente toda la ciudad. El ruido de sirenas era imposible de soportar en las plantas más bajas, pero arriba lo único que podías temer era que un pájaro se estrellara contra tu ventana. Según David todo iba bien pese a que su voz se encontraba desecha. Él ya sabía que Merrick no volvería y aún así parecía esperanzado de alzar el teléfono y escuchar su voz. Por eso mismo dejé de llamar para averiguar como estaban ambos. Además el tono frío de Louis era desconcertante.

—Dile que no vuelva a llamar—escuché una vez—. Su caridad no me interesa. ¿Por qué no se la envía por paquetería a la furcia que tanto ama?

Fue doloroso para mí. No tenía lugar donde ir. Me negaba a regresar a mi vieja mansión. Ver los cuadros que Louis había elegido cuidadosamente o los numerosos recuerdos, unos más importantes que otros, allí desperdigados como si no valieran nada, porque ese era el precio que tenían para Louis, me destrozaba.

Aquella noche todos se habían marchado para comprar los preparativos para la fiesta de Halloween y se habían hospedado en uno de los lujosos, céntricos y espectaculares hoteles del centro de la ciudad. La mansión era para nosotros tres. No obstante ni siquiera Tarquin o Mona se hallaban allí. Sólo estaba yo con mis pensamientos esperando que Julien apareciera, pues detestaba escuchar el murmullo del silencio zumbando en mi oreja.

Bajé por la escalera de madera que conectaba las dos plantas, la cual había servido en ocasiones a Virginia Lee para descenderla fuera de sí rogando por sus hijos, y me encaminé al viejo dormitorio de la señorita Lorraine McQueen. Aún recordaba a Tía Queen con aquella bata de seda rosa pastel, sus labios perfectamente pintados, un brillo pizpireto y locuaz en sus ojos, el cabello cano recogido y esos vertiginosos tacones. Una dulce y adorable anciana con una fuerza increíble que terminó muerta sin llevar sus hermosos zapatos de tacón, contra el tocador que siempre amó y por el fantasma que siempre negó ver.

La habitación estaba igual que cuando ella murió. Mi hermanito era un nostálgico y comprendía que guardara los recuerdos, aunque muchos de sus vestidos y tacones fueron a parar a las manos de Mona. También algunos camafeos, pañuelos de seda y sortijas. Jasmine se quedó con el resto de las prendas y los bolsos. Ella era una buena amiga de la familia, por no decir que era parte de ella y estaba vinculada a Blackwood Farm mediante la sangre que llevaba su hijo Jerome. Ese niño era hermoso por su color chocolate y esos ojos enormes y azules como su padre, Tarquin.

En definitiva, había entrado en el nuevo santuario de la casa. La vieja cama con su dosel, su colcha perfectamente acomodada y el aroma de los perfumes diseminado por el aire. Inclusive estaban las viejas zapatillas rosas, muy cómodas y calientes, que nunca usaba. Estar allí sin Tarquin y sin su tía, sin nadie en la casa aparentemente, era sobrecogedor. Acaricié mi levita y miré los camafeos que tenía por botones. ¡Cuánto le habían gustado! Aún en mi mente estaba el eco de aquella conversación sobre libros y camafeos. Ella no sospechó jamás que yo no era ese jovencito al que regañaba y adulaba a la vez, pero creo que en el fondo sabía que las apariencias pueden engañar al ojo humano.

Escuché entonces la puerta principal y unos tacones finos sonando en mi dirección. La puerta se abrió suavemente, pues la había dejado tan sólo encajada, y en la penumbra pude ver su diminuta silueta. Ella deslizó su mano hacia el interruptor y encendió la luz sorprendiéndome como si fuera un ladrón. Su rostro era dulce y aniñado, salpicado de pequeñas pecas y con unos hermosos labios extrañamente seductores.

—Hola Jefecito—dijo entrando en la habitación para acercarse a mí con una leve sonrisa iluminando su rostro.

—Mi querida brujita—respondí tomándola del rostro de inmediato.

Llevaba un vestido extremadamente corto e informal. A penas cubría sus pechos con aquel enorme escote y la espalda estaba al descubierto, aunque tenía el pelo suelto como si fuera una leona y la falda cubría lo justo. Un aspecto extremadamente erótico para mí y para cualquiera que posara sus ojos en ella.

Por el contrario mi vestimenta no era tan informal, aunque sí exótica. Llevaba mi levita favorita, camisa blanca con una corbata violeta y unos pantalones de vestir oscuros que había adquirido recientemente junto a unas botas. Las botas estaban sucias y no me había percatado hasta ese momento, pues bajé mi vista para ver sus pequeños pies en aquellos zapatos elegantes, los cuales le hacía ganar unos centímetros de estatura, y provocaba que sus formas femeninas se realzaran. Juro que intenté controlarme pero fue imposible. Mis ojos quedaron fijos en aquellos hermosos y rellenos pechos, los cuales eran redondos y de pezones rosados. Prácticamente estaban fuera, pues la tela comenzaba a cubrirlos casi en el aro del pezón.

—¿Qué haces aquí tan solo?—murmuró colocando sus manos sobre mi torso para acariciar mi corbata tirando con cuidado, pero haciéndose notar que estaba allí tirando de ella—. Y no sólo estás aquí a solas con tus pensamientos sino que también a oscuras. ¿Juegas a los ladrones, jefecito?

—No...—dije intentando apartarla, pero era imposible.

Mis manos se quedaron fijas en su cintura, acariciando sus caderas y el borde de su vestido. Juro que tenían vida propia. Cada centímetro que tocaba era un paso más hacia el infierno y yo lo sabía, si bien seguía tentando al diablo y provocando una situación dolorosa para ambos. Si seguíamos de ese modo terminaríamos cometiendo una locura.

—No estaba con mis pensamientos—logré decir en un balbuceo antes de sonreír descarado.

Tuvimos un cruce de miradas que me calentó como si hubiesen encendido algún botón interno. Deseé besar su boca atrapándola con una ansiedad atroz. No sé siquiera como controlé mis instintos desenfrenados en ese momento.

—Pues no lo parecía, jefecito—su sonrisa se ensanchó mientras caminaba hacia atrás, sintiendo el tocador golpear mis piernas y provocando que me sentara. Algunos frascos tintinearon y el mueble pareció quejarse—. ¿Qué ocurre? ¿Me tienes miedo?—preguntó rozando sus pechos contra mi torso mientras deslizaba sus manos por mi torso hasta mis caderas, y desde allí subía por mi espalda dejando una excitante sensación.

—Espera, espera... —aquella sonrisa pícara no se iba de mis labios.

No sabía porque hacía aquello otra vez, pero sin duda iba a caer a sus pies como siguiera de ese modo. La alejé para ir hacia el sofá de la habitación, uno tapizado en borgoña como algunos que habían en el salón, y la miré de arriba a bajo.

Tenía ante mí a una mujer seductora, inteligente y extremadamente fuerte. Su cabello caía en cascada rojiza sobre sus hombros, rozando su escote y su espalda. Tenía una cintura diminuta y unas caderas marcadas. Sus piernas eran largas a pesar de su estatura y tenía unos senos turgentes, atractivos y deseables.

—¿Estás temblando?—preguntó acercándose a mí para tomar asiento sobre mis piernas.

Su peso sobre mis muslos fue muy agradable y el aroma que llevaba pegado a su piel, a lirios y dondiegos, me hizo temblar aún más. Sí, estaba temblando. El peor momento, ese que aguardaba inquieto, estaba sucediendo. Podía sentir sus manos jugando con corbata a anudarla y desanudarla. Plegó ligeramente su ceño uniendo sus cejas, frunció sus labios y después se echó a reír. En sus ojos verdes, los cuales eran como un campo de hiedra, me enredaban y contagiaban.

—¿Por qué me haces esto brujita hermosa?—dije olvidando por un momento nuestras discusiones y el deseo de alejarla de mí, por su bien, el de mi hermanito y el mío propio.

—¿Qué te hago?—dijo rozando su sexo contra mi bragueta.

Aquel juego estaba convirtiéndose en una pequeña tortura que saboreaba como si fuera un gran manjar. Mis manos fueron a su cintura y se deslizaron hacia su cadera. Ayudaba a Mona a moverse con un erotismo propio de cualquier Mayfair, pero sobre todo de alguien como ella. Era la belleza del veneno más delicioso. Sabía bien, olía bien y a la vez te mataba pudriéndote cualquier pensamiento racional necesario. Sin duda era la Bella Dona de mi jardín.

—Volverme loco—susurré inclinándome hacia su rostro, el cual se alzó y provocó que nuestros labios se rozaran dejando que mi aliento golpeara el suyo—. Mona... —jadeé al sentir su diestra sobre mi bragueta apretándola suavemente con sus dedos y su zurda acariciando los cabellos de nuca, pues había deslizado su brazo alrededor de mi cuello apoyándolo en mi hombro.

—Jefecito... —el tono de sus palabras era tan erótico como sus pezones duros que se marcaban bajo la tela de su vestido.

—Mona... Mona...—decía aquello moviendo la cabeza de derecha a izquierda como si la regañara. Sin embargo no reprobaba su actitud. Quería tenerla para mí en aquella habitación y que sólo existiéramos nosotros, aquellas cuatro paredes y nuestra ropa revuelta por el suelo.

—¿Sí?—preguntó antes de abandonar varios besos e la comisura de mis labios, mis mejillas y mentón—. Dime.

Mi mano derecha dejó su cadera y viajó sobre sus muslos, acariciando el borde de lentejuelas de aquel traje minúsculo y seductor. No lo he dicho ¿verdad? Era blanco como la espuma del mar. Una Venus salida de la espuma de un mar revuelto. Parecían escamas de una sirena pegadas una a una con sutileza, como si estuviera confeccionado a su medida. Al subir la tela palpé otra, mucho más fina y en forma de triángulo. Era un tanga minúsculo que protegía su pequeña vagina con aquellos escasos cabellos rojizos.

—¿Por qué?—lancé al aire mientras hundía mis dedos en ella perdiendo por un momento la cabeza.

No existía Rowan en esos momentos. El dolor de haberla perdido del mismo modo que había perdido a Louis no me hundía en la miseria, ni me hacía sentir lástima de mí. No había nada que me impidiera sentir a Mona de aquella forma. Sabía que amaba a Tarquin, pero ella parecía decidida a ofrecerme un juego tan deseable como fortuito. Ninguno de los dos habíamos buscado el momento, o al menos yo no lo había hecho.

Ella se rió con una risa tan cristalina que me produjo un escalofrío que recorrió todo mi cuerpo. Quise abrazarla, pegarla a mí hasta fundirla con mi propia alma y dejarla allí encerrada para siempre. Sus manos, siempre hábiles, quitaron mi cinturón y desabrocharon el primer botón del pantalón. El cierre cedió rápido y mi miembro salió de entre la ropa interior.

—Te quiero brujita, te quiero—dije rozando mis labios con los suyos para atraparlos y besarla con una pasión ardiente.

Podía sentir sus cálidas y pequeñas manos sobre mi sexo. Se movían arriba y abajo mientras la mano izquierda, con suma delicadeza, apretaba mis testículos. Eché la cabeza hacia atrás desde el primer momento, abrí las piernas por inercia y dejé que ella hiciera lo que quisiera. Si bien ella se apartó levantándose para caminar hacia la cama. Sin embargo antes se giró hacia mí con una sonrisa de falsa inocencia, la misma que a veces mostraba para sus víctimas, quitándose mientras la ropa interior para lanzarla a mi cabeza. Cayó sobre mi leonina mata de cabello dorado. Aquel pequeño tanga de color blanco roto y encaje era encantador, olía a ella y quedó entre mis manos mientras lo observaba como si fuera una obra de arte colgada en algún estrafalario museo.

Caminó con elegancia haciendo sonar sus tacones y se recostó en la cama. Si les soy sincero no hay nada más atractivo que una mujer caminando como lo hacía ella. Los tacones son hermosos únicamente si se saben llevar. Ella no sólo sabía llevarlos sino que jugaba con el sonido que iban dejando tras cada pisada.

Cuando se recostó abrió sus piernas mostrándome que ya no tenía frontera alguna entre mis deseos y los suyos. La tela que ocultaba su pequeño tesoro, un mundo con un hermoso monte de venus salpicado por suave vello rojizo, ya no existía y yo podía adentrarme allí con descaro. Sus ojos verdes se clavaron en los míos mientras me incorporaba hacia ella quitándome la levita, arrojándola a un lado, del mismo modo que me arrancaba la corbata y abría mi camisa.

Me llamaba como si fuera una sirena. En realidad tal vez lo era. Ella tenía una influencia sobre los hombres que provocaba que todos cayéramos rendidos a sus pies. En ese momento estaba cayendo a sus pies dejando mi alma en sus manos. Me maldeciría después, cuando tomara consciencia de mi imprudencia. Pero en esos momentos, tan dulces y desesperados, sentí una ternura extraña hacia la criatura que se hallaba postrada en mi cama.

Sus piernas se abrieron mostrando sus perfectos muslos blancos, el vestido se levantó y sus pechos parecían salirse del escote. Sus manos estaban colocadas entorno a su cabeza, jugando con sus dedos entre sus propios mechones y ofreciendo un aspecto similar al de la hermosa Ophelia, pero sin las aguas ni las flores.

—Mi tierna y seductora bruja—murmuré recostándome sobre ella para besar sus labios entreabiertos y húmedos—Mi tierna bruja... mi brujita...

—Jefecito—dijo llevando sus manos a mis hombros mientras me presionaba hacia ella.

Percibí su aroma tan seductor que podría jurar que me enamoré de ella, aunque sabía que ya la amaba como jamás había amado a otra de mis creaciones. La más perfecta y mortífera, sin duda. Mucho más hermosa que Merrick y más fuerte que David. Era increíble, seductora y me provocaba. Tomé un par de mechones de su pecho y lo llevé a mi nariz para oler aquel champú de flores, después hundí mi nariz en su canalillo y terminé bajando los diminutos tirantes que sujetaban la prenda.

Sus senos se descubrieron antojadizamente seductores. Sus pezones estaban duros y el aro rosado les daba un aspecto de pequeños fresones. Pasé la punta de mi lengua alrededor de estos, los besé como si fuera un crimen no hacerlo y mordí bajo el caliente pliegue que hacían estos. Mientras, con descaro, levanté la falda corta de su vestido.

—Jefecito...—jadeó logrando que me endureciera aún más.

Mi sexo se endurecía por la excitación que sentía al verla de ese modo. Notaba como todo mi cuerpo se dejaba llevar por el momento. Me deslicé por su pequeña y moldeada figura, abrí bien sus piernas y observé sus labios abiertos, húmedos y necesitados de mi palpitante miembro. Sin embargo me incliné abriendo con dos dedos, de la mano derecha, sus labios inferiores y introduje mi lengua en su vagina. El delicioso sabor de sus fluidos me taladró el cerebro y comencé a lamer enfervorecido. Pasé mis brazos bajo sus piernas, atraje su cuerpo y comencé a succionar su clítoris, hundir mi lengua en ella y lamer como si se tratara de un dulce y yo un niño. Los gemidos de Mona se convirtieron en quejidos de placer. Sus manos fueron a mis cabellos y empezó a tirar de ellos.

La colcha se arrugaba bajo su cuerpo y su mano izquierda acabó agarrándose al filo de la cama para no caerse. Entonces, como si no pesara, me incorporé y la giré dejándola de lado. Rápidamente me acomodé a su lado, bajé mis pantalones y la penetré agarrándola del cuello con la mano izquierda, prácticamente inmovilizándola, mientras alzaba su pierna con la diestra. Sentía que mi mirada era siniestra y perturbada. Ella sabía como provocarme con sus gemidos y resuellos. Su mano derecha buscó la mía y la apretó para ayudarme a levantar mejor su pierna.

—Brujita... eres toda mía. Al fin eres toda mía—dije entre balbuceos y gruñidos en francés. Mi frente húmeda por el sudor se había pegado a su mejilla y mi nariz estaba pegada a su cabello rojizo. El sudor sanguinolento manchaba las prendas que aún teníamos y la cama.

—¡Jefecito!—gritó pegándose mejor a mí y buscando con su zurda desesperadamente mi rostro, pero lo que encontró fue un mechón de pelo rubio que no dudó en tirar.

Las embestidas que le ofrecía en rudas y apasionadas. Sentía como me atrapaba entre sus músculos, exprimiendo mi sexo duro y cubierto de pequeñas venas, y también escuchaba el seco golpear de mis testículos contra ella. Ella gimió fuerte y violentamente llegando al orgasmo, aquel espectáculo y las sensaciones que me trasmitió su cálida vagina, la cual se humedeció aún más, hizo que llegara pocos segundos después. Me corrí dentro de ella, pero no dejé de penetrarla. El ritmo se volvió lento poco a poco del mismo modo que regresaba a mí el poco juicio que tenía.

Sin embargo no me moví aún. Me abracé a ella jurándole en francés que la amaba. ¿Era mentira si acaso? No, no era mentira ¿adónde iba a ir con las mentiras? ¡A ningún lado! No iba a ningún lado con una mentira. La amaba. Juro por Dios que la amaba. Nunca he dejado de amar a Mona, pero es un amor que raya lo imposible y descarado. Ella ama mucho más a Tarquin y yo estoy condenado con Rowan. El amor puro de Rowan me emborrachaba y embotaba todos mis sentidos. Dejé de besarla sintiéndome terriblemente culpable.

Me aparté de ella incorporándome de la cama y comencé a vestirme. Ella me miró confusa y agitada. No se levantó porque esperaba que no lo hiciera, pero cuando me vio decidido a marcharme no lo dudó. Se levantó como una fiera.

—¡Dónde crees que vas!—gritó—. ¿Qué te crees que soy?

—No está bien—dije casi sin aliento—. Mona por favor...

—¿Y qué está bien para ti? ¡Me has dicho que me amabas!—sus ojos se volvieron tristes y apagados, para después verse esa chispa de odio mientras sollozaba.

¡Dios! ¡Dios mío! ¡Deberían haber visto ese espectáculo! Era horrible y criminal. Era un criminal. Había hecho daño a Mona con mis argucias y la había dañado. Ella me amaba. No había duda en ello. No podía haber duda.

—No dudo de tu amor pero... —quise hablar y no me dejó.

—¡Pero qué!—gritó interrumpiéndome—. ¡Dilo!

—Tú amas a Tarquin. Él es tu noble Abelardo que siempre te cuidará y protegerá. He... —balbuceé llevándome las manos a la cabeza—. He traicionado su confianza. ¡Soy un pésimo amigo! ¡Un amigo terrible! ¡Dios mío castígame!

—¡No me importa Tarquin!—respondió—. Él ya no me quiere a su lado. Tienes el deber de...

—Mona ¿cómo puedes decir semejante locura?—fruncí el ceño y bajé las cejas para acercarme a ella, pero se apartó golpeándome. Me empujó provocando que trastabillara y cayera de espaldas contra el tocador, el cual tembló y cayeron algunos frascos de perfume rompiéndose en el suelo.

—Él no me ama y tú me has usado ¿a caso mentías hace unos momentos?—preguntó y entonces se echó a reír como si estuviera loca—. ¡Ahora lo entiendo!

—¡No entiendes nada!—me acerqué a ella y la tomé por los brazos intentando que me escuchara, pero se revolvía como si fuera una víbora y quisiera inyectar en mí su veneno.

—¡Claro que sí!—dijo con la voz tomada por el forcejeo— ¡Quieres a esa maldita frígida que nunca te dará el sexo que yo te acabo de dar!—gritó alejándose de mí para acercarse a la puerta— ¡Esa maldita desgraciada que después de perder la matriz perdió la poca feminidad y belleza que poseía!—me mostraba su peor cara. Ese hermoso rostro se distorsionaba con aquellos poderosos colmillos que no dudaba en mostrar. Tenía aún los pechos fuera y se movían frenéticamente completamente empapados en sudor—. ¡Esa que te vuelve loco! ¡Esa maldita vieja bruja! ¡La cual ni siquiera te dará sexo! ¡Ni siquiera puede dar hijos!

—¡No hables así de Rowan!—espeté a punto de llorar.

—¡Hablo de ella como me da la maldita gana!—dijo acercándose a mí para gritarme a la cara.

—¡No puedes!—quise atraparla pero se movió rápida y caminó hacia el salón, donde la seguí para seguir discutiendo.

La mesa del comedor aparecía solemne con un enorme jarrón lleno de flores frescas de floristería. La lámpara que colgaba con sus encantadoras lágrimas se veía limpia y hermosa. La luz de la sala estaba prendida desde que bajé para inspeccionar la habitación de tía Queen. Ella se veía magnífica allí entre numerosas miradas silenciosas que surgían de entre los lienzos que se hallaban colgados en los muros. Simplemente magnífica.

—¡No! ¡No! ¡No puedes! ¡No puedes! ¡Claro que puedo! ¡Por supuesto que puedo! ¡Esa maldita desgraciada me quiso matar en varias ocasiones! ¡Tú mismo lo viste! ¡Lo viste Lestat! ¡No te hagas el inocente y olvidadizo conmigo!—se acercó a mí y me golpeó el pecho una y otra vez, con gran parte de su fuerza. Yo intentaba no retroceder y abrazarla, mas era como si quisiera alzar los brazos para tocar el sol y no quemarme.

—¡No tolero que hables así de ella!—decía con lágrimas en los ojos y casi sin aliento. Estaba furioso, dolido, preocupado y triste. Todo estaba convirtiéndose en una discusión terrible. Era la peor que habíamos tenido en meses, por no decir que era la peor que habíamos tenido desde que nos conocíamos.

—¡Y qué hay de mí! ¡Yo que soy! ¡Qué soy!—dijo apartándose para señalarse y tirarse del pelo, dejó las manos enmarcando su rostro y chilló a pleno pulmón.

—Eres... eres mi hija a la cual amo... —musité temeroso de su reacción, la cual no tardó en llegar.

—¡Serás farsante!—me escupió con rabia—. ¡Cerdo descarado! ¡Ojala te pudras maldito hijo de puta! ¡Ni tu madre te soporta! ¡Nadie te quiere y siempre quedas solo! ¡Por eso te quedas solo! ¡Eres insufrible!

—¡Cállate!—dije intentando imponerme.

—¡No!—respondió.

De forma automática, y juro que sin pensar, la abofeteé y tiré contra la mesa bajándome la cremallera. Toda aquella pelea me había excitado de tal modo que había acabado de nuevo con una erección. A veces me sucedía con ella y Tarquin lo sabía, por eso intentaba estar siempre presente. Él no era estúpido. Era conocedor de aquella tensión sexual que ambos nos ofrecíamos con cada mirada, gesto o palabra.

Sin embargo no entré en su vagina, sino en su ano. Abrí bien sus piernas y la penetré con una violencia aún mayor que en la cama. La mesa se desplazó y el jarrón cayó rompiéndose, derramando el agua que contenía y esparciendo las flores. Pronto sus quejas se habían convertido en llantos de placer y peticiones sucias que se elevaban por los altos muros del salón.

—¡Así! ¡Así! ¡Hazme tuya jefecito! ¡Soy tuya! ¡Tuya!—gritó de forma lasciva.

—Eres mi brujita y la única puta que deseo con tanta vehemencia—estallé rompiéndole el vestido y subiendo una de sus piernas a la mesa, dándome así mayor acceso a su vagina. Mi mano derecha la estimulaba hundiendo casi toda la mano en ella, penetrándola con ésta y ofreciéndome el calor húmedo y delicioso que ella emanaba. La izquierda la sostenía tirando de su pelo y pegándola contra la mesa—. ¡Di el nombre de tu dueño! ¡Di quien te posee! ¡Bruja! ¡Di quien te posee!

—¡Tú! ¡Lestat! ¡Tú!—dijo gimiendo como lo haría una prostituta bien entrenada.

La mesa se quejaba por el peso que soportaba y los envistes, pero no se rompió. Ella tenía las manos sobre sus pechos pellizcándose sus pezones y ofreciéndome una mirada sucia por encima de su hombro, pues tenía el rostro girado para verme.

—Eso es. Yo soy tu dueño—murmuré inclinándome para morder y lamer su espalda mientras salía de ella— Ven aquí—dije notando que le resultaba difícil moverse por la excitación pues estaba agitada—. ¡Ven aquí!—grité alargando mi brazo para tomarla del pelo y arrodillarla frente a mí.

Sin importarme nada, ni siquiera su expresión contraída y como había quedado el maquillaje de sus ojos, del cual me percataba en esos momentos, penetré su boca y agarré su cabeza para llenarla con mi miembro. El glande chocaba contra su paladar y sus labios, gruesos y suculentos, intentaban apretarlo mientras lo abarcaban por completo.

—Así, así... mi hermosa brujita... mon amour... cherie.... —jadeaba con la boca seca y los ojos cerrados mientras ella se aferraba a mi pantalón.

Cuando eyaculé lo hice en su boca e hice que se lo tragara. Mi mirada estaba cubierta de una pátina de lujuria, desesperanza y rabia. Al salir de entre sus labios sonrió tomándolo con sus manos. Me quedé con los ojos clavados en su lengua que volvió a serpentear sobre mi sexo. Se llevó entre sus labios mis testículos y los apretó, después hizo lo mismo con el glande y me hizo aferrarme a la mesa. Allí mismo me hizo una gloriosa felación. Rowan jamás me haría algo así, lo sabía.

—¿Y bien? ¿Te quedas conmigo?—preguntó de rodillas después de mi tercera llegada, a la cual prácticamente llegué sin esperma que ofrecerle.

—Tienes a Tarquin—esa respuesta provocó en ella que se levantara y empezara a arrojarme todo lo que tenía a mano.

Chillaba pidiéndome que me fuera y no volviera a Blackwood Farm. Ella me estaba echando sin que mi hermanito supiese algo. Me decía que si volvía le diría todo a Tarquin y se encargaría que Rowan también tuviese conocimiento de todo lo que habíamos hecho, dicho y sentido. Me aparté de ella y salí corriendo.



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Gracias por su lectura

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Lestat de Lioncourt