Arion nos trae la segunda parte del regalo para Petronia. Sí, como él anunció en la página hay una segunda parte. Esta parte la ha hecho en colaboración con Manfred. Ambos quieren regalarle algo especial a Petronia.
Lestat de Lioncourt
Un regalo de San Valentín II
La noche era plácida y agradable, a
pesar del frío y de los días de lluvia anteriores. La humedad
calaba los huesos pero Nápoles se veía encantadora. La vivienda de
Grecia había quedado desalojada por completo. Ya no sentían la
necesidad de huir de la ciudad durante mucho tiempo. Los viejos
teatros de la ciudad abrían aún representaban lo mejor de sus
temporadas de invierno, los cines eran mucho más confortables que
los griegos y por supuesto la vieja biblioteca de la ciudad que
acumulaban algunos libros incunables que eran sus favoritos. Manfred
se hallaba en la sala donde solían jugar y estaba a punto de pedirle
que le siguiera.
Quería que estuviera con él por las
calles, las cuales parecían un cementerio, para ver alguna obra
brillante, descarada y perfecta sin necesidad en uno de mis palcos.
Tanto él como Petronia disfrutaban de las joyas más clásicas al
teatro más vanguardista pasando por la Ópera y el ballet. Sabía
bien que si invitaba al Loco le acompañaría encantado.
—Te veo desanimado—dijo barajando
lentamente las cartas desde el rincón.
—He intentado ser amable con Petronia
y obsequiarle con uno de mis más hermosas creaciones—comentó
llevando su mano derecha a su rostro.
—¡Se puede saber el motivo por el
cual me regalas esto!—se escuchó la voz de Petronia a sus
espaldas, alzándose hacia el techo bellamente pintado, para caer
como lluvia ácida sobre él.
—Es el día del amor y la amistad. No
hay nada ni nadie que ame más que a ti—dijo con simpleza girándose
hacia ella—. ¿Debería tener otro significado?
Ella guardó silencio mirándolo con
furia ciega. Su mentón estaba apretado y sus pómulos se veían más
marcados que nunca. Por su pose parecía más un hombre airado que
una mujer. Sí, parecía uno de esos muchachos que aún se peleaban a
la salida de los bares. Ella parecía un hombre rudo, violento y
desconsolado. Pero en sus ojos estaba el brillo femenino de la rabia,
sus labios eran seductores aunque tuvieran una mueca indescriptible
de rabia y sus manos sostenían con delicadeza la joya. Ella jamás
haría daño a un camafeo o joya. No. Ella no era así.
—¡No quiero tus regalos!—respondió
devolviendo de forma brusca el camafeo.
—Este anillo te pertenece—susurró
con una suave sonrisa en sus labios—. Está hecho a medida de tu
dedo y es tu rostro. Es la imagen de tu rostro en un pequeño anillo.
Si lo miras bien verás que eres tú.
—¡Cómo te atreves!—gritó
furiosa.
—¡Me atrevo porque te amo! ¡Y sé
que tú me amas aunque te resistas a creerlo! ¡Eres tan mía como
este palazzo! ¡Soy tan tuyo como tus propias manos!—ella le
abofeteó al escuchar aquellas palabras pero él la tomó de los
brazos, la aproximó hacia él y la besó.
Manfred miraba todo como siempre. Los
observaba en silencio dejando a un lado sus cartas. Decidió que
había visto suficiente por aquella noche. Se acomodó los cabellos
grises y se colocó el sombrero para marcharse. Arion forcejeaba con
Petronia. Ella se resistía a darle muestra alguna de afecto delante
del viejo.
Cuando logró zafarse de él lo
abofeteó duramente y lo miró igual que un animal herido. Manfred ya
bajaba las escaleras de mármol con pasador de madera. Ella estaba a
punto de echarse a llorar por la rabia y la ira que la consumía. No
tenía derecho a besarla frente a Manfed y menos a regalarle nada
para ablandar su corazón.
—¡Te odio!—le escupió rabiosa a
punto de pegarle un puñetazo, pero él detuvo ese puño
sosteniéndola entre sus brazos.
—No—murmuró acariciando sus
cabellos con ternura.
—¡Sí!—gritó revolviéndose.
—No me odias porque siempre regresas.
No me puedes odiar porque sabes que en mis brazos siempre hallarás
el hogar—después de esas palabras se hizo un silencio inquietante,
ella logró alejarse unos pasos mirándolo con asombro y odio. Sabía
que era así pero no se doblegaría ante un anillo de camafeo y
bonitas palabras.
—¡No soy tu propiedad!—dijo en
respuesta.
—Ambos nos pertenecemos—se encogió
de hombros y se echó a reír como si aquello fuese divertido.
—¡No!—respondió tajante.
—Sí—se movió con velocidad y la
besó en la mejilla—. Sí.
—¡No!—le abofeteó de nuevo, pero
esta vez le quitó el anillo y se lo puso—. Pero el anillo me lo
quedo porque no voy a permitir que otra lleve mi imagen en su dedo.
Con permiso querido maestro—aquella frase era con amor, pero
llevaba un tono sarcástico para camuflar sus verdaderos
sentimientos.
Él conocía bien a Petronia y sabía
que no podía rechazar ciertos regalos. Comprendía su amor hacia el
arte, su exquisita fascinación por el detalle y los buenos trabajos
en ese ámbito. Hubiese deseado que ella se quedara a su lado después
de la discusión, besar sus labios y hacerla suya. Sentía un deseo
irresistible por tocar su delicada piel de porcelana y percibir como
se estremecía con el tacto de sus dedos. Quería contemplarla con
las mejillas coloreadas como si se hubiese maquillado y con sus ojos
profundos, radiantes y desesperados por sentirlo junto a ella. Sentía
la osadía de palpar entre sus piernas, hundirse en su figura y hacer
que gritara por motivos muy distintos a cualquier discusión. Sin
embargo se mantuvo sereno, firme y con los ojos puestos en el largo
pasillo.
En la puerta del final, cerca del salón
donde solían deleitarse con las vistas más sobrecogedoras de la
ciudad, se hallaba inclinada sobre la mesa, con el cabello recogido
en una trenza y una pose poco femenina. Ella seguiría trabajando
toda la noche y quizás mirando su mano con aquel obsequio. Él la
dejaría trabajar hasta que se sintiera agotada, para luego acercarse
y besar su sienes rogando alguna caricia como si fuese a querer
ofrecérsela sin discusiones o malas miradas.
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