Armand no desfallece en sus intentos, ¿eh? Yo desistiría. Pero claro, yo no soy él.
Lestat de Lioncourt
Se hallaba frente al televisor de
plasma, en el cual se proyectaba su imagen recitando poesía con gran
entrega. Armand contemplaba sus facciones con una ligera sonrisa de
satisfacción. Había mejorado. Se sentía capaz de recitar esos
poemas con elegancia en cualquier fiesta, aunque era ajeno a la
multitud y últimamente sólo se centraba en diversos asuntos
financieros. La soledad le hacía desear tener una voz amiga, una voz
que le recordara el motivo de su sufrimiento y la fortaleza que éste
le había dado. Tenía sus enormes ojos castaños clavados en la
imagen de su persona, una silueta menuda de cintura estrecha. Deseaba
acariciar sus mejillas, hundir sus dedos en la carne y sentir que
estaba vivo. Sólo era una imagen. Una simple grabación.
Los edificios resplandecían a sus
espaldas. Toda la Isla de la Noche parecía rendir tributo a las
estrellas. Los casinos, teatros, elegantes boutiques, cines y bares
de moda estaban abarrotados. La noche era sin duda muy llamativa.
Podía verse como una joya que resplandece con un efecto deslumbrante
en el cuello de una mujer, muy cerca de su prominente escote.
Escuchó el ascensor mucho antes que
este se deslizara hasta su planta. Sabía quien estaba dentro. No se
movió de su asiento de orejas y permitió que entrara desafiante en
la sala, aunque con la misma mirada de niño perdido. ¿No era él
Peter Pan en ese lugar? Un niño que nunca crecería rodeado de
jóvenes como él, como Daniel, que siempre estaría perdido.
—¿Por qué?—dijo arrastrando las
palabras.
—¿Qué cosa?—murmuró sin siquiera
mirarle.
—¡Has tirado mis maquetas!—se
aproximó a él para abalanzarse sobre su menuda figura. Las grandes,
aunque finas, manos de Daniel lo agarraron de la camisa arrugándola—.
¡Qué has hecho!
—Las he enviado a un pequeño museo
en la planta inferior y he pedido que te envíen nuevos
materiales—una sonrisa de expresión amable le dio un toque
encantador a su rostro de ángel.
—¿Por qué?—preguntó titubeante,
como si estuviese delirando. Tenía los ojos hundidos, posiblemente
de no beber sangre en días, y sus manos temblaban. Su aspecto era
nefasto. Aunque, para ser sinceros, era mucho mejor que cuando era un
simple mortal. Para Armand esa decadencia tenía un toque erótico—.
¡Por qué no avisas! ¡Por qué nunca me dices nada! ¡Vienes a mí
con preguntas retorcidas y te sientas en mis rodillas! ¡Pero nunca
me dijiste de tus planes! ¡Por qué!
—Porque te amo—aquellas palabras
aplastaron la ira de Daniel, aunque sólo momentáneamente—. Y no
entiendo que tiene de retorcido preguntarte si me amas. ¿Eso es
retorcido?
—¡Tú no me amas! ¡Nunca lo
hiciste!—espetó saliendo de la habitación.
Iba descalzo, con la camisa blanca de
algodón abierta, sus pantalones tejanos estaban sucios de pintura y
pegamento y su pelo era indomable. Era la viva imagen de la locura.
Sin embargo, Armand sólo se fijó en sus palabras, las cuales le
hirieron profundamente. Claro que le amaba, por supuesto. Había
dicho que no en sus memorias, pero siempre demostraba lo contrario.
Amaba a ese imbécil que acababa de llamarlo prácticamente monstruo.
—Yo sólo quería hacer algo bien...
algo bueno... por amor... —susurró deseando que Benji y Sybelle
hubiesen viajado con él, pero en ésta ocasión decidió hacerlo
solo. No debió hacerlo.
Se hundió en el sillón y se echó a
llorar manchando su camisa de seda blanca, así como el forro del
asiento. Lloró amargamente durante horas. Daniel nunca le daría su
amor, Marius le apartaba continuamente y se sentía perdido. Era un
náufrago cargando tristeza en una isla llena de placeres.
No hay comentarios:
Publicar un comentario