Louis y sus depresiones... digo, Louis y su ética.
Lestat de Lioncourt
La escasa humanidad que yo tenía se
fue con sus cabellos dorados. Se despejó como la niebla y me dejó
ver la oscuridad en la cual me encontraba. Mi mirada se convirtió en
la de un ser que despreciaba todo cuanto tenía. Mi eternidad se
convirtió en un mar de zarzas ardientes. La lectura es lo poco que
apiada mi sufrimiento. Junto a una vela encendida, como si fuera una
vida que se consume, repaso cada palabra lentamente saboreando el
alma del mortal que redactó sus sueños e ilusiones en frases que
atesora gran parte de la humanidad.
Lestat ha podido superar su pérdida.
Yo aún no logro comprender el motivo por el cual fuimos condenados a
este terrible dolor. Jamás debí permitir que él lo hiciera. Es
más, nunca tuve que entrar en esa casa infectada por la muerte. Me
apiado de mí mismo mientras sollozo por el odio que me ofrece, como
si fuera un preciado regalo. Recordar sus mejillas llenas, su pequeña
boca carnosa y sus ojos vivos de un azul profundo me atormenta. Sobre
todo, cuando recuerdo sus palabras de odio hacia mí. Merrick ya me
advirtió, su fantasma podía ser terrible y codiciar mi muerte.
Estuve a punto de caer en las garras
huesudas de esa dama que unos llaman vida, otros muerte y varios
capricho del destino. Crucé el umbral, pero no solté el pomo.
Lestat me salvó. Él tuvo que hacer su acto más heroico por amor.
Un amor que desconozco si es tan fuerte como antes. Ha vivido más
que yo, ha visto demasiado, y yo sólo quiero descansar. Tan sólo
necesito mi viejo ataúd, mis libros, mis velas y la brutalidad de
mis actos. Sólo soy libre cuando mato. Cuando el corazón de mi
víctima late como un tambor acompañando al mío, juntos los dos,
hasta caer en el silencio que propaga la Parca.
He matado a cientos. No me siento
culpable. Muchos de ellos merecían un funeral menos pomposo. Soy el
ángel de la muerte. Me ofrezco como un ser misericordioso que los
abraza con cuidado, rodeando con mis fuertes brazos sus frágiles
cuerpos, para darles un final más agradecido que una muerte por
sobredosis, un accidente en mitad de una carretera poco transitada o
simplemente un robo que salió mal. Los llevo al paraíso de mi mano,
sienten el éxtasis que yo les insuflo y después los dejo caer como
si fueran el envoltorio de un regalo. Ellos me han dado el mejor
obsequio de todos: la vida, su sangre.
No soy un bendito. No busco ser un
santo. No me tachen de gentil. Soy la muerte y camino entre ustedes.
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