Se nota que Armand odia a los mediocres.
Lestat de Lioncourt
He contemplado la ciudad mil veces
desde lo alto de este imponente rascacielos. Nueva York es inmensa.
Puedes ver mareas ingentes de almas atormentadas que se acumulan en
las aceras, negándose unos a otros, mientras el claxon de algún
taxi grita enfurecido. Los grises perfiles de los todopoderosos
edificios parecen borrosos en los días de mayor polución. Aún así,
desde estas vistas privilegiadas, puedes ver la vida discurriendo
bajo tus pies.
Hoy, justo hoy, ha comenzado a nevar.
Al parecer tendremos navidades blancas en este edén salvaje y
ruidoso. Una jungla de metal, cristales y asfalto que queda
convertida en un paisaje característico de alguna película
bobalicona y entrañable de estas fechas. Los copos caen como plumas.
¿Tal vez son las alas que un día Dios me negó? Lo desconozco. Sin
embargo, tengo la inmensa fortuna de encontrarme al borde del
precipicio, con los pies firmes y las manos en cruz. Podría
precipitarme, sintiendo el aire gélido cortando mi rostro y agitando
mi cabello. Sí, podría. Pero sé que me alzaría por los aires,
volaría hasta más allá de las nubes y contemplaría la ciudad
desde unas vistas aún más impresionantes.
Tengo las mejillas ardiendo, las manos
teñidas de rojo y una sonrisa traviesa en los labios. Mi pelo está
largo, como solía estarlo cuando era sólo un muchacho. Mi aspecto
delicado, casi enfermizo, provocaría que muchos se acercaran a mí
consternados. Tan sólo llevo una ligera camisa celeste de satén y
unos pantalones de vestir blancos, manchados de sangre en el pernil
derecho. Quizás piensen que estoy endemoniadamente loco y me muero
de frío, pero el frío siempre estuvo calando mis huesos. El frío
más puro y desconsolador: el frío de no tener amor.
Como decía Oscar Wilde, en uno de sus
más célebres pensamientos, mi corazón ha terminado haciéndose de
piedra. No obstante en dudosas ocasiones se vuelve vulnerable, late y
suspira por los besos de aquellos que dicen adorarme. ¿Quién no
amaría al niño del coro? Aparento ser un castrati esbelto en una
mañana de Navidad en mitad de una de las catedrales más fastuosas
de la vieja Europa. Sí, lo aparento muy bien. Quizás soy un ángel
y aún no me he percatado, pero lo dudo. Sólo soy un monstruo de más
de cinco siglos con unos puntiagudos colmillos asomando de mis
labios.
Mis pies están desnudos, pero lo
importante es lo que pisan. Bajo estos hay un cuerpo mutilado. No he
bebido únicamente de él, sino que me he dedicado a rasgar su piel
imprimiendo el mayor dolor posible. Su rostro, poco agraciado, se
hunde en la espesa nieve que ya va cubriendo todo. Los villancicos
navideños suenan por doquier en cualquier dirección, pero mi amigo
ya no los escucha. He regalado el don más preciado en estas fechas
de amor y paz. Le he regalado la paz a su cerebro podrido y su alma
hecha de pedazos de basura.
Detesto a la gente que no aprecia la
vida, pero detesto aún más a todos aquellos que se la hacen
imposible a otros. Él era uno de esos estúpidos. Un famoso
columnista de redes sociales tan absurdas, baratas y vacías de
inteligencia como la gente que suele darles soporte. Y no, no es
porque odie la tecnología. Me apasiona. Internet es un lugar
asombroso. Sin embargo, odio a este tipo de personas que humillan y
dilapidan el trabajo de otros por el mero hecho de existir. Si bien
este no era su mayor pecado.
He seguido los pasos de este miserable
durante varias semanas. Un ser mezquino que solía beneficiarse del
trabajo ajeno. Alguien que se apropiaba de ideas de otros. Tenía una
hermana, igual que Sybelle, y su comportamiento era igual de
reprochable que el de Fox. Sin embargo, cientos de mujeres lo
adulaban sin cesar. Me provocaba náuseas, aunque su sangre me ha
sentado bastante bien. Siendo sinceros... he disfrutado con su
muerte.
Conduje al sujeto a un callejón.
Supuestamente tenía suculenta información sobre ciertas personas
que deseaba hundir de forma económica, pero también moralmente,
para lograr subir un pequeño peldaño. Aguardé con las manos metida
en los bolsillos de mi chaqueta, permanecí en silencio y cuando él
apareció lo atrapé con palabras tan baratas como las suyas. Poco
después estaba sobre una camilla de hierro, muy fría al tacto,
completamente desnudo mientras disfrutaba apreciando cuanto duraría
a pesar de la tortura. De vez en cuando daba unos pequeños tragos o
lametones. Por último tomé su corazón, arrancándoselo del pecho,
para beber directamente de ese músculo extraño, y ocasionalmente
torturado, para acto seguido arrojarlo al cajón de desperdicios. Soy
como el barrendero, pues limpio las calles de desechos y suciedad.
¿Por qué estoy aquí? Aquí arriba.
Podía haberlo hecho desaparecer. Sin embargo, creo que le daré una
muerte tan popular como su vida. Arrojaré su cuerpo a las aceras
como imprevisto regalo navideño.
—Feliz Navidad, ingrato. Que el Señor
te acoja.
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