Mientras yo iba a ver los espectáculos... ellos hacían otro. Así es como me pagan Louis y David.
Lestat de Lioncourt
Aún recuerdo los ritmos calientes, el
colorido y la sensación de libertad que llenó mi cuerpo. La última
vez que había ido a Brasil era un hombre en pleno ocaso de su vida,
pero con las facultades mentales en perfectas condiciones. Sin
embargo, estaba haciéndome viejo y estaba a punto de llegar a un
punto de mi vida, como suele suceder, que mi cuerpo me impediría
gozar de los pequeños placeres como viajar, caminar entre los
espíritus traviesos y sus dioses. La primera vez que visité Brasil
tenía tan sólo veinte años. El ritmo, colorido y belleza de sus
gentes me contaminaron hasta el día de hoy. En esos momentos, aquel
viaje con mi nuevo cuerpo, sentí que nuevamente descubría sus
selvas, calles y mercados.
La oscuridad reinaba, las luces bañaban
toda la costa y el sonido en las calles era ensordecedor. Lestat se
había contaminado por el buen ánimo que bañaba todo. Estaba
empapado en la lujuria y el placer que todos sentían en esos
momentos. Sus pies se movían por toda la habitación justo antes de
desaparecer, dejándonos a solas a Louis y a mí.
Él parecía recto, filosófico y
concentrado en sus pensamientos más terribles. Quise preguntar sobre
sus emociones, pero lo vi innecesario e incluso soez. Tomé asiento a
su lado observando sus elegantes ropas. Tenía el aspecto de un
muchacho de veinticuatro años, con la boca proporcionada y un cuerpo
perfecto que encajaba en unas prendas serias, pero cómodas. Llevaba
una camisa blanca, con un par de botones abiertos, sin corbata y una
chaqueta de lino de color café muy similar a sus pantalones de
vestir. Había optado por descalzarse para estar cómodo en la
habitación, pues parecía que el ritmo del Carnaval no lo emocionaba
demasiado. Yo, en contraste suyo, llevaba camisa y traje de lino
blanco junto a unas sandalias de gruesas tiras de cuero.
—Lamento que te aburras—suspiré.
—No lo hago—respondió, sin
siquiera echarme un vistazo—. He encontrado varias librerías
interesantes de camino al hotel.
—Brasil es para vivir cada segundo,
¿por qué tan sólo lees?—dije.
Él de inmediato bajó y cerró el
libro. Sus delicadas manos quedaron sobre la tapa gruesa que tenía
aquel ejemplar. Me miró con cierta suspicacia y sonrió. Comprendí
de inmediato porque Lestat se había enamorado de él. Jugaba con la
verdad y la mentira. Él era peligroso. Sin duda alguna, Lestat era
inocente frente a sus ojos verdes, intensos y pecaminosos. Un cínico
que te mentía, pero a la vez te llenaba de verdades terribles el
alma. Aparté la mirada girando mi rostro, pero él seguía
mirándome. Me acordé de la pantera, del peligro y deseé huir de la
habitación. Sin embargo, él me agarró del brazo obligándome a
quedar a su lado.
—Hazme vivir Brasil—dijo. Dejó el
libro en una mesa auxiliar que estaba a su derecha, soltó mi brazo
y, con cierta elegancia, se movió en el sofá para quedar sobre mis
piernas.
Sus ojos volvieron a estar fijos en los
míos, pero sus manos eran más indiscretas. Notaba como él
desabrochaba mi chaqueta y camisa, para después apartarlas
dejándolas a un lado. Sus carnosos labios rozaron los míos y los
míos se dejaron contagiar. Sólo era un beso corto, pero acabó
siendo intenso como el café brasileño.
En un arrebato lo arrojé al suelo y
arranqué la ropa. Él me miró de una forma que jamás voy a
olvidar. Esos ojos resplandecían fieros, pero sus movimientos eran
delicados. Parecía querer incitar al cazador que aún era. Cuando
logré desnudar, cada centímetro de piel, vi a un hombre atractivo,
de escasa musculatura y ligera cintura. Sus piernas se abrieron y yo
decidí entrar sin contemplaciones, o cualquier estúpido ritual
innecesario. Él me necesitaba de inmediato y yo quería probar el
pecado de su cuerpo. Su espalda se arqueó, elevando sus hombros
mientras sus manos se aferraban a mis brazos. Me miró aún más
fiero cuando hice el primer movimiento. Fue una llamada de atención,
supongo. Él jadeó y movió suavemente sus caderas. Aquello era
pecado. Se suponía que era el amante de Lestat, pero yo estaba
probando su lujuria.
Me apoyé, con ambas manos, pegando las
palmas al suelo. Lo hice dejando la cabeza de Louis en el centro de
ambas. Él era más bajo, delgado y escurridizo. Sus cabellos negros
y ondulados caían desparramados por las frías losas. Los escasas
ondulas de mi flequillo se pegaban a la frente por el sudor. Ambos
sudábamos. Los dos estábamos perlados de sudor sanguinolento,
desnudos y desquiciados. Volvía a tener el vigor de un hombre joven,
y la tentación era demasiada.
El sonido de nuestros cuerpos chocando,
o más bien de mis testículos contra sus nalgas, era delirante. Sus
jadeos y gemidos se volvían salmos llenos de palabras sin sentido.
Yo apenas hablaba, pues tan sólo gruñía y bufaba como un animal
salvaje. Sentía mi sexo apretado entre sus glúteos, los cuales
apretaba con delirio. Sus mulos me contenían, mientras sus pies
intentaban tener apoyo alguno. Sin embargo, él acabó recostado, con
sus manos clavadas en mis costados y sus piernas en un ángulo de
cuarenta y cinco grados. Parecía estar sentado, pero en el suelo,
con las piernas apretadas marcando cada músculo de sus muslos.
Su sexo, duro y de una proporción más
pequeña que la mía, rozaba mi vientre. El escaso vello negro que
coronaba su miembro era espeso, muy rizado y grueso. Carecía del
camino de pelos diminutos hacia su ombligo, cosa que yo sí poseía.
Su cuerpo era una mezcla entre una mujer y un hombre, por su
delicadeza en ciertos aspectos. Eso mismo, su aspecto a camino entre
ambos mundos, me enloquecía. Cada gemido y roce de su figura contra
la mía, una figura esbelta y de músculos fuertes, me transformaba
en un monstruo insatisfecho que quería más.
Entonces, en otro alarde de pasión, él
me apartó arrojándome al suelo, para luego subirse sobre mí y
penetrarse así mismo con mi miembro. El glande entró abriendo
nuevamente aquella entrada que hice mía. Mi miembro pedía más
sangre para continuar, pues me sentía sediento. El sudor era
pegajoso. Sin embargo, verlo a él en esa posición calmaba cualquier
necesidad o incomodidad.
Tomó mis manos y las llevó a su
torso, el cual tenía un pecho con pequeños pezones cafés. Eran
pequeños, pero gruesos. Mordió su labio inferior mientras me hacía
pellizcarlos, casi retorciéndolos y arrancándolos. Después, la
mano diestra, fue a mis nalgas y ayudó a uno de mis dedos a entrar
junto a mi sexo. Quien jadeó entonces fui yo.
En algún momento llegamos. Creo que
perdí el control de mi mente. Cuando recobré la compostura me di
cuenta que él estaba recostado junto al lado izquierdo de mis
caderas, con mi miembro en su boca y sus manos acariciando mis
muslos. Su lengua era diestra y erótica, pues se movía suavemente
sobre cada milímetro.
Me aparté alarmado. Lestat podía
regresar. Corrí a vestirme y salí al balcón. Fuera, en alguna de
las calles aledañas, él disfrutaba de la sangre de sus víctimas.
Louis, en el salón de aquel hotel, se incorporaba torpemente, pero
con elegancia, colocándose la ropa impune y sin remordimiento de
conciencia. Estaba seguro que daba por hecho que Lestat estaba
viviendo sus aventuras, sus pequeñas fechorías, y que él merecía
hacer lo mismo.
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