—¿Qué es el amor?—preguntó
sentada en aquel enorme diván.
Sus hermosos rizos dorados caían sobre
sus hombros, rozaban su nuca y llegaban hasta la mitad de su espalda.
Tenía unos tirabuzones perfectos e idílicos, como si hubiesen sido
pintados por el mejor de los artistas. Sus mejillas estaban
sonrosadas y sus labios parecían dos cerezas maduras. Tenía los
ojos azules, de un azul intenso como el cielo en verano, y sus manos,
pequeñas y algo rechonchas, se veían encantadoras enfundadas en
aquellos guantes de encaje. Su vestido celeste, las cintas de su pelo
y sus zapatos de charol conformaban la imagen soñada de una muñeca
que cobraba vida.
Claudia llevaba más de unas semanas
con nosotros. Aún se acostumbraba a jugar entre los libros de poesía
de Louis, coqueteaba con el piano que había adquirido para que ella
tomara nociones de música y recorría la casa aferrada a su primera
muñeca. Era hermosa. Jamás sentí más amor por otro ser que en ese
momento. Un amor puro e inconfundible. El orgullo de padre rebosaba
mis labios, me hacía contemplarla como un pequeño tesoro y no el
monstruo que podía llegar a ser. La amaba más que a mi vida, pero
eso Louis lo desconocía. Él sólo veía una argucia para que nos
quedásemos unidos. Era un estúpido, pero creo que ya no piensa lo
mismo. Sé que él sabe que en esos momentos yo era un padre y ella
mi hija, por ende me sentía orgulloso al verla frente a mí de ese
modo.
—El amor...—murmuré recordando a
mi madre caminando a mi lado, entre la nieve y el frío, mientras
tiraba de mi brazo. Reprimía mis lágrimas en aquellos recuerdos,
intentaba no mirar atrás y ver la congregación desdibujada tras
nuestros pasos. Ella hablaba de futuro, de mentiras y verdades. Pero
sobre todo hablaba de amor. Decía amarme y por eso me rescataba de
aquellos muros de piedra, tan similares a los de nuestro hogar,
porque decía que sería para mí el fin y que no había dinero
suficiente para una educación esmerada como yo deseaba. Amor...
—Verás...—susurré intentando encontrar las palabras idóneas.
Me encontraba en mitad de la sala, con
los brazos cruzados sobre mi pecho. Levanté mi mano diestra para
tocar mis labios, los acaricié unos segundos y esbocé una sonrisa
ligeramente salvaje. Encontré el momento idóneo para hablar de
amor. Un amor insano, pérfido según muchos, pero que me hizo
empapar las sábanas de la taberna de un pueblo que ya era sólo
polvo y humo en mi memoria. Nicolas gemía aferrado al cabezal de
madera, movía sus caderas como una puta bien entrenada, y gritaba mi
nombre mientras azotaba sus nalgas. Pero, en medio de esa nebulosa,
aparecieron los ojos verdes de Louis. Esos ojos intensos y llamativos
llenos de dolor, condena, furia, desesperanza y miedos. Unos ojos
similares a los que vi en el teatro clavados en el rostro de Nicolas.
Esos mismos ojos que me cautivaron y esa voz, la voz de Louis,
llamándome para que le hiciese mío.
—El amor es lo que sentimos hacia
otros. Es un sentimiento que te hace desear estar al lado de aquellos
con los que compartes tu vida—expliqué acercándome a ella—. Hay
muchos tipos de amor, del mismo modo que muchos tipos de
intensidad—me senté a su lado y la subí a mis rodillas—. Yo te
amo porque eres mi hija—dije tocando la punta de su nariz con mi
dedo índice—. Tú amas a Louis y me amas a mí. Yo amo también a
Louis, pero de otra forma.
—¿De qué forma?—preguntó con
cierta curiosidad.
—Como ama un hombre a otro hombre,
pero sin gestos de caballero. Con la misma intensidad que un hombre
ama a una mujer cuando la lleva a su alcoba, la desnuda y la hace
parte de él, del mismo modo que ella lo hace partícipe de sí
misma—la estreché con cariño contra mí y acaricié sus
mejillas—. Amo a Louis, pero Louis cree que lo desprecio y sólo me
burlo de él. Es un estúpido.
—El amor es complicado, ¿lo
entenderé cuando sea mayor?—su voz inocente dieron mayor inocencia
a sus palabras y yo simplemente negué. No podía mentir.
—El amor siempre será complicado y a
veces no lo entenderás, pero estará ahí del mismo modo que el
odio. No te dejes vencer por el odio, pues el odio es más fuerte que
el amor. Porque el odio es el rechazo al amor... y el rechazo es el
fin—susurré notando que ella iba adormeciéndose en mis brazos. La
mañana estaba a punto de empezar, su cuerpo se entumecía y sus
pequeño cuerpo se hacía hueco junto a mi pecho.
—Oh, estabais aquí...—susurró
Louis entrando en la habitación.
—Oui...—murmuré—. Tómala, es
toda tuya. La creé para ti, ¿recuerdas?—dije obsequiándola
mientras guardaba para mí todos y cada uno de mis sentimientos.
Había confesado demasiado aquella noche y esa confesión acabó
usándose en mi contra.
Lestat de Lioncourt
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