—Deberías aceptar que estás
equivocado—decía con infinita paciencia mientras mantenía la
mirada severa, aunque algo en él pedía que fuese benévolo y me
diese la razón.
Había vivido más que otros vampiros.
Incluso había vivido hechos mucho más truculentos y esclarecedores
que los que él había apreciado, conquistado y sentido en su
milenaria alma. Marius comprendía que tenía miles de motivos para
ser un rebelde y comportarme como un revolucionario. Desde hacía
mucho tiempo decí imponerme una única norma y era romper todas y
cada una, pues las sentía como grilletes y eran terribles para mí.
Comprendo que son necesarias, pues hay que encontrar unos límites
aceptables para no llegar a extremos que nos hagan caer en terribles
sufrimientos, enfrentamientos y guerras, pero pese a eso sigo
reticente. Jamás pondrán controlarme.
—Cuando tú aceptes tus
errores—repliqué con una sonrisa triunfante.
Él no relajó el ceño, sino que lo
frunció todavía más. Se giró sobre sí mismo, miró el mural que
había tenido hasta el momento a sus espaldas y suspiró relajando
sus hombros. Allí estaban representados los valores del
renacimiento. Era un mural con unos personajes hermosos, llenos de
colores vivos y pasteles, que destacaban en un jardín frondoso.
Muchos de ellos los conocía. No eran de cuadros famosos o
relevantes, sino nosotros mismos. Éramos sus compañeros. Había
representado al Jardín Salvaje, nuestro Jardín de las Delicias, y
lo había hecho en una de mis salas favoritas. Él me visitaba con
asiduidad y le había cedido la habitación, por las vistas y por la
calma que se podía hallar entre sus gruesos muros de piedra.
—He creado muros más gruesos que
este ¿no es así?—preguntó apoyándose en una estantería
cercana—. Dime.
—No soy yo quien para juzgarte, pues
a mí no me has hecho añicos el corazón—susurré acercándome a
él—. Has sido como un padre para mí, pues me diste buenos
consejos que no quise escuchar. Sin embargo, ¿qué hay de
Armand?—pregunté.
Su rostro cambió. Se llenó de una
pesadumbre extraña. Sus ojos parecían hablar por sí solos y decidí
dejarlo a solas. Nunca entendí del todo a ese pequeño querubín
salido de los infiernos, pero últimamente había llegado a amarlo
del mismo modo que él siempre me quiso. Comprendí parte de su
historia y el dolor que aún permanecía insertado en su corazón. Lo
compadecí.
Acabé por marcharme, dejándolo allí
a solas con sus demonios y sus ángeles. Salí al campo y escuché
los grillos, contemplé la vid que ya empezaba a dar sus frutos y
dejé que el silencio me envolviera.
Lestat de Lioncourt
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