—Confía en mí—dije de pie frente
a él.
Conocía muy poco sobre él, pero no
era así si hablábamos de todas mis famosas correrías por el
pueblo. Él sabía demasiado sobre mi estupidez e imprudencia. Podía
ver reflejado en sus ojos la autosuficiencia y el deseo. Me conocía.
Yo era el ser salvaje que usaría para sus argucias, pero eso yo no
lo sabía. Sólo veía libertad, sofisticación y una entrega
absoluta a la música. Amaba ese lado rebelde que corroía sus huesos
y embellecía sus rasgos.
—Confía en mí...—repitió como un
mantra y luego se echó a reír—. Tú, el cazador, el alocado, el
mujeriego y el amante de las ideas más absurdas... ¿Confiar en ti?
¿Y si pierdo mi alma confiando en un demonio con aspecto de
hombre?—preguntó incorporándose, dejando el violín sobre el
tronco caído de aquel árbol podrido, y me tomó de las solapas de
mi levita—. Confiar en ti... ¿qué gano yo confiando en ti?
—Mi corazón—respondí de
inmediato.
—¿Y para qué me servirá tu
corazón, cher?—susurró acercando su boca a la mía, provocando
entonces que un escalofrío cruzara mi columna vertebral y provocara
que mis brazos lo rodearan como si fuese una de mis pertenencias—.
Lestat...
—Porque quiero que tú me des el
tuyo, Nicolas—murmuré.
Rompí aquella tensión con un beso
desesperado. Mi boca se pegó a la suya y él aceptó aquel juego.
Allí había un demonio y no era ni él ni yo. El demonio era el amor
en sí. Aquel amor joven y puro que yo le profesaba, el cual se
convirtió en retorcido como las encinas que nos rodeaban.
Lestat de Lioncourt
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