Había estado casi toda la noche fuera.
Una noche estresante y delirante como cualquier otra. Mis escoltas me
perseguían pisándome los talones, la harley rugía por el
encantador asfalto de las carreteras y autopistas de París. El mundo
estaba bañado en una ola de calor y luces palpitantes en cualquier
dirección. El verano era sofocante, pero aún más era el saberme
vigilado.
Dejé atrás la velocidad para abrazar
los aires, las estrellas, la noche, el vuelo y el don que más
apreciaba porque me permitía viajar rápido sin ser visto. Me sentía
como tantos héroes del comic, como los muchachos de Peter Pan, y
todo era porque conseguía lo que muchos famosos sin necesidad de un
helipuerto y un costoso helicóptero disponible las veinticuatro
horas del día.
Deseaba verlo a él. Sólo quería
reunirme en sus brazos y olvidar las discusiones. La noche anterior
había estado en Nueva York. Todo parecía un sueño. Antoine lloraba
en mis brazos, rogaba que le aconsejara y decidí que él debía
seguir su vida sin mis intervenciones. Él tenía que decidir
intentar amar a un demonio con rostro de ángel o quedarse aislado
con su violín, suspirando por melodías más atrevidas y una vida
aún más impía.
Entré al salón principal. Él estaba
allí ataviado con una de esas elegantes camisas de chorreras
oscuras, sus pantalones de vestir y sus lustrosos zapatos negros.
Parecía un cuadro de otra época. Era elegante, hermoso y
sofisticado hasta los límites más extraños.
—Louis...
No respondió. Parecía inmerso en sus
propias pesadillas. Tal vez eran pesadillas aún más terribles que
las que yo vivía habitualmente. Amel solía contarme de sus sueños,
de los sueños terribles que a veces poseía y que deseaba olvidar.
Me confesaba el horror y el dolor que había vivido y lo maravilloso
que era sentirse vivo a mi lado, acompañándome en cada segundo y
sintiendo lo que yo sentía.
—Mon coeur...
—Oh...—dijo cerrando el libro que
se hallaba entre sus manos, pero de inmediato lo abrió y ocultó su
rostro como si intentase evitar el dirigirme la mirada y la palabra—.
Estoy ocupado.
—Necesito que me abraces—susurré
acercándome a él como un niño desesperado.
—¿Por qué no se lo pides a tu puta
pianista?—respondió con el ceño fruncido—. No me apetece
abrazarte, Lestat. No quiero saber de ti. El libro está demasiado
interesante como para soportarte—dijo agachando la cabeza y
ocultando sus ojos verdes, los cuales parecían diamantes verdes.
—Él lo ha hecho, pero no preciso de
sus atenciones—dije sentándome a su lado—. No sabía que
supieras leer con el libro invertido. Es una técnica nueva,
¿no?—susurré apoyando mi mentón en su hombro derecho mientras
sonreía burlón.
—Púdrete.
Cerró el libro de inmediato y me lo
arrojó a la cara. Con suerte pude esquivarlo mientras me regodeaba
en el sofá. Disfrutaba de su compañía y de esas pequeñas
discusiones frutos de sus terribles celos. Quedé recostado mientras
él se movía indignado por la habitación. Caminaba con las manos
colocadas en sus caderas, para luego abrazarse como si le doliera el
alma. Me miró con un reproche indescriptible y luego quiso decir
algo, pero guardó silencio. La ira le consumía.
—Louis, él no me quiere como tú lo
haces. Me admira y nada más. Me quiere como me ha querido siempre
David, por ejemplo—comenté apoyándome en el brazo del sofá.
Era un sofá que yo mismo había
encargado a un anticuario. Pertenecía a mi época, la época en la
cual los muebles se hacían para durar. Había sido restaurado en
varias ocasiones. Se había tapizado con una tela similar a la que
siempre tuvo. Era un burdeos muy intenso, con unos bordados dorados
unas encantadoras patas de madera tallada oscura que parecían surgir
del mármol de la estancia. Disfrutaba en aquel lugar. Gozaba del
confort y su compañía. Me regodeaba en sus trágicos celos.
—Te abraza, Lestat. Y no me digas que
te abraza como un hermano, pues esa golfa es capaz de abrazarte con
las piernas—dijo furioso mirándome a los ojos. Estaba a punto de
prender fuego a alguna de mis prendas, el sofá o las cortinas de
terciopelo que había adquirido hacía unas semanas.
—Sí, la verdad es que sus muslos son
cálidos y apetitosos—dije en tono burlón—. ¡Por el amor de
Dios, Louis! ¡Ama Armand!—grité incorporándome para tomarlo de
los brazos—. Mírame—susurré al ver que apartaba la mirada, como
si le avergonzara o le hiriera mirarme.
—¿Para qué?—preguntó con la voz
quebrada por unas lágrimas que intentaban, a duras penas, no surgir
como un riachuelo rojizo manchando sus mejillas. Esas mejillas que se
ruborizaban al tenerme cerca—. Márchate. Vuelve con él—dijo
olvidando por un momento que estábamos en Auvernia, que era mi
castillo y él mi invitado.
—Louis... deja de martirizarte... mi
corazón es tuyo—susurré rozando sus labios, para de inmediato
besarlo mientras colocaba mis manos sobre sus redondas y duras
nalgas, apretándolas con deseo y necesidad—. Olvídate...—dije.
Ese beso me conectó a los recuerdos.
Amel suspiró algunos versos en francés de canciones que amaba y
odiaba a la vez, pues a veces describían lo que sentía por Louis y
la tragedia apasionada de nuestra relación. Él me abrazó
aferrándose a las solapas de mi chaqueta y me miró terriblemente
angustiado.
—¿Me amas a mí? ¿Sólo me amas a
mí? Dímelo...—susurró tirando ligeramente de la prenda.
—No. Amo a otros, pues son mis
amigos. Pero Louis, por ti soy capaz de hacer mil locuras y aceptar
mil remiendos. Hemos discutido acaloradamente, me has abandonado en
muchas ocasiones y aún así acepto que regreses. ¿Cuántas veces te
he dicho te amo? Creo que ya me duelen los labios de repetirlo como
si fuese un mantra. Repito miles de veces tu nombre, un te amo
sincero y miles de perdones. Si alguna vez te he herido ha sido
inconsciente de mis actos, pues creía que sólo te salvaría de la
oscuridad y la soledad que poseía—dije mientras acariciaba su
rostro con la punta de mis dedos. Apartaba los mechones de su
ondulado y sedoso cabello negro, para dejarlos recogidos tras su
oreja. Tenía los ojos verdes, de un color intenso, y parecían
hablarme de miles de recuerdos terribles y hermosos. Besé su frente
y lo estreché contra mis brazos.
Él lloró. Yo lloré. Lloramos ambos.
Nos desahogamos después de tanto dolor concentrado y de emociones
que no sabíamos concretar. Repetimos de nuevo que nos amábamos.
Dijimos te amo en más de un ocasión. Nos besamos una vez más y
decimos ocultarnos del sol, el cual estaba a punto de llegar. Una vez
en mi habitación bajo el castillo, con todo perfectamente cerrado,
nos recostamos para soportar una vez más la mañana.
Por supuesto, él se durmió primero.
Yo tardé en dormirme varias horas más. El sol despuntaba, las aves
trinaban fuera, pero sólo me interesaba el murmullo de su corazón y
su respiración calmada. Amaba esos momentos. No me importaba no ir
más allá a veces. Sólo quería tenerlo a mi lado aceptando que le
quería sin impedimento alguno.
Como dice la canción de Bon Jovi “I'll
be there for you”... Now I'm praying to God. You'll give me one
more chance. Sólo pido una nueva oportunidad. Una más. No necesito
más. Él sabrá ver lo que siento con sólo una oportunidad, pues
sabe bien lo que siento. Él por siempre será el causante de mis
victorias y desgracias.
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