Daniel era un hombre abandonado de sí mismo y Armand alguien que fue abandonado demasiadas veces.
Lestat de Lioncourt
Saqué el brazo de debajo de las
numerosas mantas que el duro invierno me hacía utilizar. Manoteé
por encima de la mesa de noche para tomar las gafas y colocarlas
mientras maldecía, después apagué el despertador que vibraba con
ímpetu y me senté en el borde izquierdo de la cama. Sólo penetraba
la luz de la marquesina de neón del hotel adyacente al cuchitril que
llamaba hogar. Busqué mis viejas zapatillas y eché a caminar por la
habitación en dirección a la cocina.
La luz del pasillo se encontraba
encendida y al entrar el salón lo vi. Estaba en mi cocina sentado
frente al frutero mientras jugaba a rodar una naranja por la mesa.
Intenté ignorarlo. Detestaba que me hiciese esas visitas. Tenerlo
allí era tener un grano en el culo.
Decidí hacer café, busqué por entre
los muebles la botella que aún quedaba de whisky y la de bourbon.
Encendí un cigarrillo, de la cajetilla que estaba en la encimera
cerca de la tostadora, y comencé a fumar profusamente mientras me
decía que mi vida se había ido al infierno. Aquello tenía que ser
el purgatorio y sentía que me lo merecía.
Él no dijo nada. Sólo hacía rodar la
puñetera fruta y de vez en cuando, con cierto cuidado y en silencio,
me miraba con el rabillo del ojo intentando averiguar si iba a
decirle algún improperio o no. Por supuesto que quería insultarlo,
amedrentarlo y ponerlo de patitas en la calle. Sin embargo, guardaba
las energías hasta que hiciese alguna pregunta estúpida mientras
fumaba. Y cuando el cigarrillo se acabó me encendí otro.
Agarré el cuenco de cereales, lo llené
con galletas rotas, boubon y dulce leche que había calentado en el
microondas entretanto. Luego acabé dejándolo todo en la mesa y me
serví café humeante con lo que quedaba de whisky. ¡Y ya estaba
preparado para intoxicarme con un enérgico desayuno! Sin olvidar,
claro está, el periódico que él había adquirido para mí y que
yacía enrollado sobre la mesa.
—¿No me vas a decir nada?—preguntó
con timidez.
—¿Y qué carajo quieres que
diga?—dije apagando el cigarro en un cenicero atestado de colillas.
—No sé. ¿Buenos días?—comentó
con una sonrisa estúpida.
—Son las ocho de la noche, ¿qué
coño buenos días?—dije arqueando una de mis cejas, para luego
fruncir el ceño y abrir el periódico tapando mi cara. No quería
verlo.
—Bueno, te acabas de
levantar...—murmuró incorporándose para arrastrar sus zapatillas
deportivas, con pequeñas luces en los laterales, hasta mí.
—Y tú acabas de llegar para
incordiarme—contesté bajando el periódico para luego dar un trago
enorme al café y comenzar a comer mis galletas empapadas en ese
mejunje similar al Manhattan Milk.
Se rascó su alborotada cabeza
pelirroja, colocó sus codos sobre la mesa y apoyó su mentón bajo
sus puños cerrados. Me miraba como un gato curioso con sus enormes
ojos castaños. Creo que me volvía loco. No podía soportar que me
viese de ese modo.
—¿Cómo se supone que vas a hacer
una columna sobre lo que ocurre en la ciudad si no has salido de
casa?
—Imaginación—dije.
—Oh...—masculló y añadió—,
pero la gente quiere la verdad.
—Mi columna es sobre...—empecé a
decir, pero luego me callé—. ¡No lo entenderías!— Exclamé.
—Tengo cinco siglos, ¿no crees que
tengo capacidad para ello?—decía eso moviendo su nariz como un
conejo. Supongo que estaba algo confuso. Además se irguió e intentó
tocarme, aunque afortunadamente se lo impedí.
—Armand, aún me pides ayuda con el
mando a distancia del televisor—chisté dejando el periódico a un
lado—. ¿Qué demonios quieres hoy?
—No lo sé—susurró encogiéndose
de hombros—. Tal vez un abrazo—dijo agachando la mirada.
En ese momento dejé todo mi mal humor,
retiré unos centímetros mi silla de la mesa y lo coloqué sobre mis
piernas. Tenía el aspecto de un adolescente y en ocasiones se
comportaba como un niño, pero no dejaba de ser un adulto en busca
del amor, respeto y admiración que todos requeríamos. Era un ser
milenario al que nunca habían amado realmente, provocando que nunca
comprendiese lo que era el amor.
Escuché entonces un gimoteo y me
percaté que lloraba. Su corazón seguía lacerado. Creo que aún
tiene el corazón hecho trizas. Su comportamiento distante conmigo en
estos momentos se debe a que se percató que tengo nula capacidad
para amar, al menos para hacerlo como él pretende. A veces echo de
menos estos gestos cómplices que creía tan innecesarios en mi vida.
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