Ah, David...
Lestat de Lioncourt
—¿En qué demonios estás
metido?—preguntó irrumpiendo en mi habitación.
Estaba preparando la maleta. Me iba con
Lestat. No podía soportar el saber qué iba a pasar con su cuerpo.
Además había sido mi relación con él, así como con Talamasca, la
causante o el origen del acercamiento de Raglan.
—En algo demasiado grande para que tú
puedas entenderlo—contesté para enfurecerlo y lograr que fuera
azotando la puerta. Pero lo único que tuve como respuesta fue una
mirada llena de rabia. Me giré con una sonrisa de oreja a oreja y él
estuvo a punto de golpearme. Pude apreciar como se crispaban sus
ánimos y apretaba sus puños.
—Sí lo entendería,
¿cierto?—respondió—. Simplemente no deseas verme involucrado en
una de tus absurdas luchas contra lo racional—comentó abriendo sus
manos para colocarlas sobre mis hombros. Apretó sus dedos, como si
intentara darme un masaje, y después deslizó sus manos hacia mi
pectoral. Me tocaba intentando hacerle a la idea que era real, que
estaba aún ahí. Tal vez él había tenido la misma premonición que
yo, aunque las suyas eran muy diferentes.
—Aaron, ¿ya me estás llamando
alocado?—dije carcajeándome.
—Te estoy llamando absurdo—dijo
dándome un par de golpes en el pecho y luego apartarse.
—Se supone que eres mi amigo y
deberías...—iba diciendo cuando se giró para recapacitar y buscar
alguna palabra que me hiciese cambiar de opinión, pero de inmediato
se giró y me enfrentó otra vez.
—¿Apoyarte? ¡Cómo voy a
hacerlo!—exclamó—. Puedes morir.
—Al menos moriré haciendo algo
interesante y no tras un escritorio, rodeado de viejos recuerdos y
ambicionando ser de nuevo el hombre que fui—dije.
—Idiota—chistó dándome un
empellón.
Caí de espaldas quedando recostado en
la cama. Mi maleta estaba sin terminar a un lado. Aún quedaba que
introdujese mi pasaporte, algunas camisas y unos zapatos de repuesto.
Por lo demás, ya casi estaba listo para mi última aventura.
—Sí, un poco—contesté
carcajeándome—. Admito que soy un idiota, pero mi peor estupidez
la cometí con Merrick—mi voz sonó más ronca y pesimista. Siempre
pensaba en ella, aunque posiblemente nadie me creería si lo decía.
—Deberías llamarla—dijo.
—No serviría de nada—respondí
incorporándome.
Debí hacerlo. Debí llamarla para
despedirme correctamente. Sin embargo, mi orgullo masculino y mi
estupidez afloraron. No me siento orgulloso de ello. Nunca me he
sentido orgulloso de mi estupidez, pues hasta el hombre más viajado
y culto puede ser imbécil.
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