Supongo que debemos dedicarle esto a Hazte Oír y a todos los que han muerto en un infierno social que te dice cómo ser, qué sentir, cómo verte en el espejo y que debes agachar la cabeza. Fuerza a todos los que siguen luchando.
Lestat de Lioncourt
—¿Otra vez?—pregunté al ver sus
prendas raídas.
Se había arrancado el vestido que yo
mismo había adquirido en una pequeña, aunque prestigiosa, boutique
de París. Había viajado hasta allí sólo para conseguirlo. Durante
noches pude observar como se ilusionaba por las formas vaporosas de
su falda de pliegues, así como por el satén que cubrían
ligeramente el torso y ceñía con garbo la cintura. Era negro y
resaltaría su piel de porcelana fina. Tenía la espalda descubierta
y era muy años veinte. Sabía que lo amaría. Y lo amó, pero duró
demasiado poco. Pronto fue destruido.
Su rostro estaba embarrado por las
lágrimas, el lápiz de ojos manchaba sus mejillas y sus labios tenía
una sonrisa parecida a la de un payaso. Como pudo, con su antebrazo,
se había intentado quitar el colorete y el maquillaje tan perfecto
que una vez había realzado su divino rostro.
—¿Cuándo sucederá el cambio?—dijo
más para sí que para mí.
—La sociedad no está preparada para
soportar la verdad—respondí acercándome hasta donde se
encontraba. Coloqué mis manos sobre sus hombros y hundí mi rostro
en el lado derecho de su cuello. Aspiré su aroma, un perfume caro
que también había sido obsequio mío, y rogué porque ese simple
gesto calmara su dolor. Fue en vano.
—Jamás lo ha estado, siempre ha
tenido prejuicios y muchos de ellos provienen de su religión—contestó
apretando los puños hasta dejar blancos sus nudillos.
—Moldean sus mentes, destruyen sus
almas, construyen muros invisibles y se creen con la verdad. Si bien,
tú eres una criatura perfecta. Te esculpieron para ser una figura
adorada por aquellos que realmente encuentran más allá de tus
formas, de tu ser, la verdad más pura y maravillosa—respondí.
Y era cierto. La religión era el mayor
pecado que podía cometer el hombre. Era un atentado firme hacia su
libertad, pero nadie lo veía. Todos seguían creyendo que Dios
cumpliría su palabra y los bendeciría al ser iguales. Moldeaban sus
mentes, hacían odiar al diferente cuando su mensaje era de amor, y
eran esclavos de preceptos caducos y machistas. Todos ellos hablaban
de respeto, ¿pero cuál respeto? Escupían a los que como Petronia
habían nacido con una mala estrella, la cual les había fortalecido
y a la vez puesto demasiadas vallas en el camino.
—Hablan de biología, cuando ni
siquiera la biología se centra únicamente en dos sexos—reclamó
impotente.
—Sosiega—dije colando mis manos por
su cintura. Su cuerpo se hallaba desnudo frente al espejo
contemplando sus pequeños pechos, pero a la vez sus dos genitales y
sus escasas caderas. Era una especie de símbolo de un dios maldito.
Aún así, para mí, era la mayor bendición que existía en mi
vida—. Ellos nunca lo entenderán.
—Ni siquiera saben que su religión
está basada en la mitología grecorromana—dijo con una risa
amarga.
—Petronia...
—Arion, necesito que esta sociedad
abra los ojos—parecía que exigía más que pedía en un ruego. Tal
vez tras más de dos milenios estaba ya agotando sus fuerzas—. ¿Has
visto los delitos de odio? ¿Has visto la muerte de esa pobre
chica?—dijo con la voz quebrada—. Aún me duele el suicidio de
tantos jóvenes. Y, sin embargo, me toman por alguien impasible y
frío. Soy una quimera—rompió a llorar. Odio que rompa a llorar.
Algo en mí se quiebra cuando lo hace.
—Eres un ángel—dije de inmediato.
—Soy un monstruo—replicó.
—Entonces eres el monstruo más
hermoso que he visto jamás—susurré—. El ser por quien he
cambiado y cambiaré todo. La única persona capaz de mantenerme en
este mundo consciente—giré su cuerpo y me saqué la chaqueta para
cubrir su desnudez. Tenía la piel helada y empezaba a tiritar. No me
importaba el maquillaje mal colocado, el pelo revuelto o que el
vestido estuviese destrozado. Yo sólo quería que me mirara como en
ese momento. Que me mirara con amor y esperanza.
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