Ashlar y Morrigan eran una gran pareja, al menos así me pareció. No los conocí con vida, si bien sé que eran el uno para el otro.
Lestat de Lioncourt
Lluvia de odio ácido arrebatando tu
felicidad,
la cual fue nuestra por unos instantes
mientras me llamabas “querido
amante”.
Te convirtió en un ser envenenado de
frivolidad.
Y tú dices ser mi salvador.
Lluvia de sentimientos cayó sobre tu
rostro,
lluvia de dolor y angustia que penetró
como daga
más allá de los infiernos y sus
monstruos.
Te convirtió en un alma frustrada y
encerrada.
Y tú dices ser mi gran amor.
Una ventana al paraíso de sueños
rotos,
primaveras olvidadas y alas
cenicientas...
Las mismas que cargas en tu espalda; no
mientas.
Esas que te anulan desde tiempos
remotos.
Y tú dices ser de mis mejillas su
color.
«Quedó
sumergida en ese poema como si fuese un mar bravío. Sus enormes
esmeraldas parecían opacas, más frías y oscuras que nunca. En ese
momento no parecía una mujer, sino una de las muchas muñecas que yo
coleccioné en el pasado. De esas hermosas y primorosas niñas
eternas que yo fabricaba para mantener la ilusión en los corazones
de los niños.
Deseé
sostener su mano, pero lo vi inútil. Algo en ella se quebró. Tal
vez todos esos sueños que creía poder alcanzar la sepultaron
demasiado rápido. Tan rápido como un suspiro en mitad de una noche
turbia.
Las
olas rompían contra las rocas y la espuma llegaba a la orilla dorada
donde estaba sentada, desnuda y con los dedos enterrados en la arena.
Recitaba una y otra vez esos versos y de vez en cuando decía con
firmeza que ella era mi reina, que yo sería su rey y este sería
nuestro reino sucediese lo que sucediese.
Creo
que vio el final de los días más allá de aquel rojo atardecer. Lo
vio. Pudo ver en sueños lo que ocurriría. El paraíso se
convertiría en infierno, nuestros hijos no serían la salvación de
un pueblo sino sus verdugos, y nosotros seríamos testigos de dolor y
miseria. Ella lo pudo ver, igual que su tatarabuela pudo ver el final
de un camino emprendido tras un baile entre las mágicas rocas de un
rincón perdido.
Por
mi parte, sólo entoné una vieja canción sin letra. Era sólo un
murmullo en el viento. Se recostó en mi torso desnudo, como si fuese
Adán y ella Eva, y le dije que nada turbio nos alcanzaría. Mentí.
Ella sabía que mentía. Aún así en ese momento se echó a reír y
acarició su vientre lleno de vida. Debíamos creer esa mentira antes
de hundirnos en la miseria. Debíamos tener fe.»
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