Lestat de Lioncourt
Me vi obligado a volver a ese
pueblo. Odiaba tener que marcharme de París por indicaciones del abogado de
Lestat. Él ni siquiera se había dignado a conversar conmigo unas pocas horas. Desde
hacía meses apenas sabía de su paradero y era casi imposible poder verlo frente
a frente. Había huido en mitad de la noche como un fugitivo y no había
regresado. Tenía mayor relación con aquel hipócrita de buenas palabras que con
quien me arrojaba a las sábanas tentándome como un demonio, hundiéndome en sus
peligrosos deseos y destruyendo poco a poco mi cordura. Extrañaba sus besos y
el perfume del sexo regado por las sábanas, pero no podía quejarme.
Lestat mantenía callada mi voz
con un apartamento mucho más glorioso que aquella boardilla, la cual me hacía
sentirme más refugiado de mis penas y amarguras, y con clases particulares de
violín que sentía tan aburridas como las conversaciones de las damas de clase
alta que en ocasiones iban a escucharme tocar.
Sin embargo había dado mi
palabra. Tenía que regresar a Auvernia para encontrarme con ella. Debía hacer
que su viaje a Italia fuese idílico. Me iba a convertir en su perro faldero,
aunque Lestat creía que la protegería de todo mal en los caminos que nos
llevarían a Roma y después a Venecia. Deseaba que su madre tuviese sus últimos
años de gloria, aunque yo sabía que iba a morir mucho antes de llegar a su
tierra natal. A veces el amor de un hijo no quiere ver la verdad que esconde el
dolor en los huesos de una madre. Gabrielle podría ser soberbia y fuerte en
apariencia, pero tras la coraza había un ser que se moría podrida por el dolor
y la humedad.
—¿Qué hace aquí?—preguntó
arrojada en la cama con un hilo de voz.
Me condujeron rápidamente hasta
su alcoba. Sus hijos mayores parecían revolotear a mí alrededor al ver el caro
vestuario que vestía, así como al comprobar que les ofrecía sin reparos una
bolsa con una fuerte cantidad de dinero. Ellos, que nos despreciaron a su
hermano menor y a mí desde el primer momento, se convirtieron en aduladores de
palabras gentiles. Por mí podían irse al infierno y no regresar jamás.
—Su hijo me pidió que viniese a
buscarla—respondí aproximándome a la cama.
—Váyase, maldito diablo. No quiero
ir a ninguna parte. Váyase y déjeme morir en paz—dijo girándose en aquella cama
húmeda por el sudor de su cuerpo. Estaba febril y débil.
—Al menos permita que la vea. Por
favor, no sea terca—dije sentándome en el borde de los pies.
—Me está pidiendo que mi hijo me
vea así, ¿eso me está pidiendo?—preguntó incorporándose para alcanzar a verme—.
Si él quiere verme que venga aquí y me tome de la mano en mis últimos días de
vida. ¡Pero no! ¡Tiene que mandar a la perra que gime en su cama con descaro e
insolencia! ¡La misma perra que se sienta en mi cama y me pide que no sea
terca! ¡Le haré un favor, Nicolas, y es que no le humillaré lo
suficiente!—decía intentando mostrar su fuerte carácter—. ¡Váyase y no regrese!
¡Váyase con él y hágalo feliz! ¡Ni siquiera es capaz de cumplir ese único favor
que le pido!
Esas palabras me hirieron. Aquella
conversación fue tan dolorosa que acabé llorando amargamente. Amaba a Lestat de
mil formas y él ni siquiera era capaz de darme nada a cambio. Su madre me
despreciaba y sus hermanos serían capaces de cualquier cosa con tal de burlarse
de mí, aunque ahora con aquellos regalos había provocado que me sonrieran de
forma amable.
—¿Está llorando?—dijo sentada en
la cama.
—¿Acaso importa, señora?—murmuré
con la voz quebrada.
—Hábleme—susurró.
—Su hijo desapareció una noche y
durante semanas esperé como cualquier mujer que aguarda a su marido de una
guerra. Pensé que había podido huir, pero también que alguien pudo secuestrarlo
para acabar con él. Hay mucha envidia entre actores y él empezó a destacar con
rapidez—comenté incorporándome mientras me giraba con el rostro bañado en
lágrimas—. Esperé una respuesta digna, pero sólo tuve cartas llenas de mentiras
y dinero. Sé cuando Lestat miente, señora. Sé cuando dice una sola mentira. Él me
mentía y no había motivo para ello—mis manos temblaron mientras las llevaba a
mi corazón—. Él me juró mil veces amor y empecé a escuchar rumores de su boda
con una rica heredera, después ese dinero sucio con el que me visto y como,
luego este viaje… No es capaz de decirme la verdad y sé que la verdad es más siniestra
de lo que él me cuenta…
—Iré con usted—dijo seria—. Iré con
usted a París a verlo a él. Me estoy muriendo, Nicolas. No voy a poder ir a
Italia ni a recorrer mundo como él desea. Voy a morir y si tengo que morir
deseo saber la verdad—se incorporó y caminó encorvada por la habitación—. No se
quede mirando, joven, y ayúdeme.
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