Por un momento creí que era él. Me quedé de pie observando
la cafetería desde la acera contigua con las manos metidas en los bolsillos de
mi pantalón. A veces creo verlo en cualquier lugar con diferentes complementos,
leyendo el periódico o simplemente vestido de forma simple con una sonrisa
honesta. Tal vez deseo verlo y por eso vivo continuamente con su figura
persiguiéndome como un anuncio publicitario, pero quizás es cierto que me
vigila allá donde voy. No importa la ciudad, el país o el momento en el cual
crea verlo. Me quedo parado e intento descifrar si mis ojos vuelven a engañarme
una vez más.
Por un momento lo vi allí sentado en la cafetería con un
café humeante frente a él. Estaba reclinado sobre diversos documentos y sus
cabellos caían lánguidamente sobre sus hombros, rozando las solapas de su traje
gris marengo y el cuello de su camisa violeta tulipán. Parecía sosegado aunque
muy interesado en las finas hileras de hormigas que eran las líneas escritas en
aquellas hojas.
Me quedé perplejo conmigo mismo. Era increíble que me quedase
de ese modo. Cerré los ojos unos instantes e intenté hacer acopio de todas mis
fuerzas para no cruzar en mitad del tráfico, sin semáforo y arriesgando a
provocar un accidente. Quería atraparlo, como él deseó hacerlo conmigo hacía
algunos años, y preguntarle nuevamente si él era el Demonio. Pero al abrir los
ojos ya no estaba y ni siquiera estaba el café sobre la mesa.
—¿Estás bien?—preguntó Armand.
Nueva York me dejaba siempre perplejo con el sonido de una
jungla de asfalto que parecía no querer dormir jamás, como Miami y el resto de
grandes ciudades americanas. Pero esa ciudad era distinta. Siempre me olía a
humo y comida rápida dándome vértigo y náuseas, pero a la vez atrayéndome hacia
sus complicadas discusiones en las paradas de taxis, restaurantes o entradas y
salidas de los sitios más chic.
—Sí, eso creo—dije notando como me agarraba del brazo—. No
hace falta que me agarres.
—Estás fatigado, ¿necesitas sangre?—murmuró muy bajo
apoyando su frente en mi hombro.
—Sí, no seas molesto—respondí apartándolo con algo de
delicadeza—. Vamos, Louis nos espera en la ópera—dije alejándome.
¿Cómo decirles que seguía obsesionado con Memnoch? ¡Era
imposible! Cuestionarían mi buen juicio. Amel no dejaba de murmurar que dejase
de buscarlo. ¿En serio? Incluso él notaba la fascinación queme provocaba su
figura, pero también el misterio de saber si algo de todo lo que dijo era falso
o no.
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