“Señor Jiménez, Señor Jiménez, le esperan en la sala doscientos seis. Repito, Señor Jiménez le esperan en la sala doscientos seis.”
El psiquiátrico jamás me gustó, siempre me pareció una celda injusta. Al entrar en la sala junto con uno de los médicos que lo trataban me hizo sentir pavor. Su estado era imposible de describir. Se hallaba atado en la cama con correas de cuero, su cuerpo desnudo tan sólo arropado por unas sábanas blancas, su mirada yacía en otro mundo mientras su garganta se destrozaba en alaridos.
Cuando conocí a Alexander era un joven de dieciséis años, escritor y con una voz angelical. Adoraba contemplar su belleza tras los cristales de la ventana que le aislaba de la ciudad. Temía a los hombres, se temía a si mismo. Solía componer poemas u odas a la muerte, cartas a abismo y novelas que harían a cualquier cuerdo volverse loco. Yo era un novelista de mediano éxito, conocido como el hombre de los vampiros y las tinieblas. Le conocí como se suelen conocer muchas personas, de casualidad. Durante meses fuimos inseparables, mil momentos de locura llenos de felicidad. No entiendo el como o el porqué pero comenzó a no distinguir la realidad de la ficción que elaboraba su mente. Yo he intentado enclaustrar todo lo que dice o hace, seguirle el juego y hacer que se sintiera protegido.
Ahora cuando lo contemplo gimiendo me doy cuenta del tiempo perdido en conversaciones absurdas, jamás le dije cuanto le amaba y necesitaba. Me ha cambiado el nombre en multitud de ocasiones, ha creído ser quien no es y al final ha terminado como un animal salvaje botando sobre el colchón. Jamás le dejaré en la cárcel de mi memoria, le tendré presente y visitaré a mi alma gemela en este antro de luminosidad imposible. Pastillas, suero, cuerdas, movimientos de camillas, lavados rápidos y paredes acolchadas sin ventanas…ese es su palacio.
Dentro de unas semanas saldrá a la venta mi novela, nuestra novela, creada a partir de lo que me confesaba y veía. Los beneficios serán para cuidarlo, aunque muera por desear tenerlo y tan sólo pueda contemplarlo tras un espejo.
Fin
El psiquiátrico jamás me gustó, siempre me pareció una celda injusta. Al entrar en la sala junto con uno de los médicos que lo trataban me hizo sentir pavor. Su estado era imposible de describir. Se hallaba atado en la cama con correas de cuero, su cuerpo desnudo tan sólo arropado por unas sábanas blancas, su mirada yacía en otro mundo mientras su garganta se destrozaba en alaridos.
Cuando conocí a Alexander era un joven de dieciséis años, escritor y con una voz angelical. Adoraba contemplar su belleza tras los cristales de la ventana que le aislaba de la ciudad. Temía a los hombres, se temía a si mismo. Solía componer poemas u odas a la muerte, cartas a abismo y novelas que harían a cualquier cuerdo volverse loco. Yo era un novelista de mediano éxito, conocido como el hombre de los vampiros y las tinieblas. Le conocí como se suelen conocer muchas personas, de casualidad. Durante meses fuimos inseparables, mil momentos de locura llenos de felicidad. No entiendo el como o el porqué pero comenzó a no distinguir la realidad de la ficción que elaboraba su mente. Yo he intentado enclaustrar todo lo que dice o hace, seguirle el juego y hacer que se sintiera protegido.
Ahora cuando lo contemplo gimiendo me doy cuenta del tiempo perdido en conversaciones absurdas, jamás le dije cuanto le amaba y necesitaba. Me ha cambiado el nombre en multitud de ocasiones, ha creído ser quien no es y al final ha terminado como un animal salvaje botando sobre el colchón. Jamás le dejaré en la cárcel de mi memoria, le tendré presente y visitaré a mi alma gemela en este antro de luminosidad imposible. Pastillas, suero, cuerdas, movimientos de camillas, lavados rápidos y paredes acolchadas sin ventanas…ese es su palacio.
Dentro de unas semanas saldrá a la venta mi novela, nuestra novela, creada a partir de lo que me confesaba y veía. Los beneficios serán para cuidarlo, aunque muera por desear tenerlo y tan sólo pueda contemplarlo tras un espejo.
Fin
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