Cada quien se gana los lujos con diversos negocios. Los de Petronia quedan claros.
Lestat de Lioncourt
—Con ésto cerramos el negocio—dije
extendiendo mi portafolios de cuero, esperando que firmara sobre la
línea de puntos.
—Sus joyas son impresionantes y su
firma es de la más importante en el país. Será un placer para mí
poseer algunas muestras en nuestras joyerías—aseguró mirándome
sin perder detalle de mi elegante Armani—. Es usted un hombre
peculiar. Desprende una elegancia propia de otra época, al igual que
la joyería que me ha presentado. No había visto piezas tan
exquisitas como las de éste muestrario. Son sin duda
espectaculares—afirmó descendiendo la vista, para tomar su pluma y
plasmar su rubrica con cierta impaciencia—. El mes próximo
estarán, ¿no es así?
—Sí, tendrá un puñado de éstas
maravillas. Pero no olvide que están creadas a mano, son piezas
únicas y prácticamente exclusivas. Haré los diseños que le he
expuesto y alguno más, por si desea adquirirlos bajo otro
contrato—expresé con una sonrisa firme, muy comedida.
Para mí era muy importante aquello.
Vender mis pequeñas obras de arte, dejando en manos de auténticos
fanáticos de éstas joyas, porque pertenecían a un trozo de mi alma
y todos merecían conocer la sensibilidad que usualmente guardaba con
recelo. El nácar, los rubíes, conchas y diversos materiales eran
seleccionados con cuidado para realzar los rostros, figuras, paisajes
y animales que tanto me gustaba mostrar en cada peculiar pieza.
Guardé el portafolios en mi maletín
de cuero, estreché su mano una vez más tras levantarme del asiento
y caminé hacia el ascensor del pasillo. Allí me esperaba él. Su
rostro no desprendía tanta rectitud como el mío, sino una dulzura
que jamás he sabido describir. No abrió la boca, para mi fortuna,
sino que se mantuvo a mi lado a cierta distancia caminando hasta el
interior del montacargas. Pulsé el botón de la planta inferior y
dejé que las luces tenues de la gavina impactaran sobre nuestros
impolutos trajes y rostros.
En el hall de aquel hotel, donde nos
habíamos reunido, las mujeres nos observaban con codicia y lujuria.
Eran miradas que conocía bien, igual que la del asco y el miedo en
mis víctimas. Si supieran que aquellos hombres de negocios, esos
seres dotados por el carisma y el dinero que nunca tendrían, eran
dos monstruos sedientos guardarían sus fantasías en un cajón
olvidado de su mente.
El mercedes nos esperaba allí, con
nuestro chófer al volante y la puerta abierta. Amaba ese coche
oscuro, forrado en tapicería roja como la sangre de nuestras
víctimas, y Arion lo sabía. Siempre elegía ese vehículo para
nuestras reuniones a primera hora de la noche. Nadie comprendía bien
porqué citábamos a todos a partir de las ocho o nueve, como si
fuese un extraño ritual, pero no se atrevían a preguntar jamás.
—¿Aceptó?—preguntó.
—Nuestros diseños siempre son
aceptados—aseguré con la voz ligeramente ronca.
—No tienes que ensayar tu pose de
hombre de negocios conmigo, Petronia—susurró inclinándose
suavemente hacia mi cuello, para dejar unos pecaminosos y sensuales
besos. Su piel seguía siendo como el satén, aunque perdía color
con el paso de los años. Debía encontrarse con el sol, broncear ese
cuerpo que se estaba convirtiendo en mármol y permitir que le curra
las heridas. Tenía que hacerlo otra vez. Sin embargo, él estaba más
enfocado en desvestirme que en sus propios problemas, el trabajo
recién adquirido o el tráfico insufrible que nos rodeaba—. Puedes
ser tú misma.
—Me encantaría saber quién soy,
pues ya me siento un ángel condenado en mitad de un enjambre de
idiotas, mediocres y ladrones—expliqué mirando al frente.
Él desabrochó mi chaqueta, desató mi
corbata y quitó los botones de mi camisa. Bajo la ropa mis pechos
apenas abultaban, pero él decidió palparlos mientras yo simplemente
ideaba nuevas formas de hacer llegar mi dolor, mis pecados, mi
ambición y mis sueños a gente que los luciría sólo por vanidad.
Una dulce vanidad que me retribuía unos beneficios increíbles.
Sus dedos apretaban mi pezón derecho,
lo hacía retorciéndolo con lascivia, mientras su lengua se
deslizaba por mi cuello. Podía sentir su aliento, su fascinación
hacia mí. Era un ángel cruel sobre la tierra, un enemigo dispuesto
a infectar la conciencia y el alma. Me había convertido en la
serpiente del Paraíso.
—Eres una mujer—murmuró—. Mi
joven y dulce Petronia.
—Tal vez para ti, maestro—dije con
una sonrisa cruel—. Pero no para el mundo... no para el mundo... ni
para mí—lo último lo pronuncié tan bajo que prácticamente moví
sólo los labios.
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