Nuevamente pude oler sus lágrimas
cayendo por u magnífico rostro. Siempre ha poseído el perfil de una
maravillosa escultura renacentista, pero con los matices del óleo y
las acuarelas más llamativas de los más rimbombantes artistas
plásticos. Su denso cabello negro caía a ondas rozando sus
ligeramente marcadas mejillas, aunque llevaba como siempre la frente
despejada. Es pura elegancia. Jamás he conocido a un ser más
llamativo que él.
Yo era el culpable de aquel llanto.
Cada pequeña gota sanguinolenta que corría por sus pálidas
mejillas, rozaba la comisura de sus carnosos labios y moría en su
fino mentón, era obra de mi maldad. Había hecho que llorara otra
vez. Me gustaba provocar sus llantos, sinceros o no, porque su
belleza en esos momentos era sobrecogedora. Aún lo hago. Todavía me
dejo llevar por ese impulso de provocar su llanto, avivando sus
miserias y sus cínicos recuerdos.
Estaba frente a mí, con los puños
cerrados y aquel magnífico traje de sastre. Había pedido que le
hicieran un traje a medida. Siempre me ha gustado que mantenga su
porte de niño mimado, hombre de lujos y poder, aunque en realidad es
tan miserable como lo soy yo. Su vida no es pobre, pero a veces sus
verdades lo son sin dudarlo.
Di dos pasos hacia él agarrándolo por
su muñeca derecha, retorciendo suave y firme, su brazo. Él me miró
con esas orbes, tan verdes como los verdes pastos de Holanda, y supe
que era cierto que era imposible ocultar el amor en los ojos de quien
ama. Me seguía amando, del mismo modo que yo lo hacía y lo hago. Si
hay maldición alguna entre ambos es ese amor que no se puede
corromper ni olvidar.
Tiré de su brazo hacia mí logrando
que sus pies se movieran y lo abracé. Él alzó su rostro hacia mí,
mirándome con esa amargura eterna de filósofo maldito, y yo decidí
lamer sus lágrimas. Cada una de sus gotas las bebí pasando la punta
de mi lengua. Tembló entre mis brazos, buscó mi frío calor en mi
duro torso, y lo sostuve con mayor firmeza.
De esa noche hace algunos años, pero
cuando estoy lejos de él recuerdo ese momento y la soledad se
marchita como nunca.
Lestat de Lioncourt
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