Daniel y Armand... creo que el odio a veces pierde ante el deseo.
Lestat de Lioncourt
“Sentado frente a aquella vieja
máquina de escribir recordé sin mucho ánimo su sonido, cada tecla
pulsándose a una velocidad atroz y la pequeña campanilla que
auguraba el final del renglón. Frase tras frase se acumulaba en
aquellos virginales folios, los cuales quedaban mancillados con ideas
estrambóticas, sueños terribles y ansias de inmortalidad. Vino a mí
la imagen de su espalda ligeramente encorvada, su flequillo revuelto
y pecado al sudor de su frente, las gafas de pasta y esa sonrisa
amarga con sabor a whisky.
Por un instante deseé que esa imagen
fuese real, pero recordé que tan sólo eran meras ilusiones mías.
Me dejé llevar por los recuerdos, la melancolía y el incierto
futuro que me aguarda. Creé un ser perfecto, casi a mi imagen y
semejanza, pero se convirtió en un ser que no supo sobrellevar la
carga de su nueva, y ansiada, condición.
Creo que por eso he dejado que mis
dedos usen al fin ésta antigualla, la cual es mucho menos atractiva
que mi ordenador, para dejarme llevar...
Armand, Le Russe.”
Tomé entre mis manos aquella nota. Aún
estaba introducida en la olivetti. Me llamó la atención nada más
entrar en aquella vieja habitación, en ese sucio departamento al
cual solía visitar de vez en cuando por pura nostalgia. Él había
estado allí hacía unas horas, pues la nota estaba fechada en el
membrete superior y era la misma fecha que rezaba en el calendario.
Decidí salir de aquel cuarto, azotando
la puerta hasta desencajarla, para luego arrojarme a la escalera
cerrando, con cierta desgana, mi viejo departamento. Bajé a zancadas
las escaleras y eché a caminar por las frías aceras. No podía
dejar de pensar que él podía volver, entrar a desordenar mis cosas
y dejar llorosas cartas que ya no me interesaban. Pero, algo en mí
rogaba que me sosegara y meditara mis acciones. Tenía que asumir que
él no tenía la culpa. Me había convertido aunque no lo deseaba,
dándome la oportunidad que tanto rogaba y que saliera mal, como
salió durante décadas, fue por precipitarlo todo porque no deseaba
perderme.
Entonces, al girar una de las numerosas
manzanas, me lo encontré parado frente a una librería. Sus pequeñas
y finas manos, tan jóvenes como su apariencia, estaban pegadas a la
vitrina. Miraba con cierta curiosidad los libros que allí se
exponían. Todavía se vendía bastante bien aquella historia, la de
Louis, así como la suya propia. Me preguntaba porqué decidió dar
su visión de los asuntos más relevantes de mi vida, así como de la
vida de otros, pero suponía que también era parte de su historia,
su mito y leyenda.
Me acerqué sin anunciarme. Él sabía
que era yo. Podía escuchar mi corazón latir fuerte y constante. Mi
aliento surgió como si fuera la llamarada de un dragón, condensando
algo de aire caliente, y él simplemente suspiró.
—¿A qué juegas?—pregunté—. ¿Al
pobre diablo que nadie quiere? ¿Al huérfano de amor? ¿Al niño
inocente que canta el coro de una iglesia llena de diablos? ¿A
qué?—dije tomándolo de su brazo derecho, para girarlo
bruscamente—. Habla, miserable.
—Nostalgia—dijo encogiéndose de
hombros—. Simple nostalgia de lo que pudo ser y no fue—aseguró
mirándome con aquellos terribles ojos castaños.
Deseé golpearlo, destruirlo allí
mismo como si fuese un terrón de nieve, pero no podía. Algo en mí
me impedía levantar siquiera la mano en su contra. Toda la ira se
desvanecía cuando me miraba, hablaba con esa parsimonia y esperaba
dios sabe qué.
—Ya enterramos esa faceta hace
algunos meses—respondí.
Él se soltó de mí, me miró con
cierta efervescencia en su mirada, y me echó los brazos al cuello.
En ese momento, frente a todos, sentí un lujurioso deseo de
arrebatarle la ropa y marcarlo como mío. Algo se movía en mis
entrañas agitándose como llamas del infierno. Mis manos acariciaron
sus mejillas, para luego hundirse hasta sus entradas y enredarse en
su espeso cobrizo cabello.
—¿Qué quieres de mí? Vas a
arrojarme de nuevo a la locura...—chisté.
—Si te arrojas a ella me encontrarás
a mí, acogiéndote entre mis piernas y gimiendo como una
fulana—respondió haciéndose hueco entre mis brazos.
Me aferré a su pelo con fuerza,
tirando de su cabello, para luego besar sus labios. Corté mi lengua,
él hizo lo mismo, y la sangre fluyó de boca a boca sin
desperdiciarse ni una gota. Sentí un fuerte latigazo en mi columna
vertebral, mi cerebro entró en un caos absoluto y su cuerpo quedó
pegado contra el escaparate. Noté como mis piernas se abrían paso
entre las suyas y como sus manos tiraban de mi chaqueta.
Allí, refugiados ante un millar de
ojos, sentí el éxtasis de su sangre centenaria y él la mía, joven
y mezclada con su propio poder. Quise destruirlo con mis propias
manos, como si fuese un falso ídolo, y a la vez encumbrarlo hacia el
cielo.
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