Imagen encontrada en google y editada por mí para la ocasión.
Nuevamente viene a mí, en mitad de la madrugada, la inspiración. He decidido acompañar el escrito con una canción que siempre me ha acompañado... me parece erótica y explícita... toda una carta de intenciones.
El azotó el látigo contra el suelo,
provocando que la madera crujiera bajo la presión. El siseo rompió
el aire con gran impacto e hizo que el muchacho abriera sus
adormilados ojos. Tenía el cuerpo marcado por caricias frívolas,
pero tortuosas. Cada marca era una medalla, o al menos así debía
lucirlas, por su gran actuación. Su alma tembló cuando un nuevo
latigazo sonó cerca de su cuerpo, rozando una de sus larguiruchas
piernas. Era nieve cubierta de surcos rojizos, como si hermosas
flores carmesí brotaran buscando la libertad de llorar sus miserias.
Deseó gritar, pero el miedo le
paralizaba. Sintió la garganta seca, adolorida por los anteriores
gritos y gemidos, mientras comprobaba que aquel hombre perfectamente
vestido, con uno de esos trajes elegantes a medida, se aproximaba.
Tragó saliva y apretó los dientes cuando estiró su mano izquierda,
para levantar su rostro apretando con sus dedos, gruesos aunque
suaves, su mentón. Aquel monstruo era hermoso y él se había
convertido en su juguete favorito.
El dedo pulgar de aquel perverso amante
acarició la comisura de sus labios, los deslizó por estos y lo
introdujo en su boca abriendo la mandíbula. Palmó sus dientes, algo
pequeños y blancos, y lo coló hasta su lengua para acariciarla
sutilmente. Él lo miró con curiosidad y miedo, y la respuesta de su
dueño fue escupir en su rostro, delgado y marcado por la sospecha
del inicio de un nuevo juego aún más perverso, y arrojarlo de un
sólo golpe al suelo.
El sonido de la cremallera hizo que
intentase incorporarse para huir a un rincón, como si eso pudiese
liberarlo de aquel agujero oscuro, con hedor a sudor y sangre, cuya
única luz era una bombilla que tintineaba y se movía como el
camarote de un barco. Estaba asustado, como un animal herido y
perdido lejos de su hábitat.
Una honda carcajada surgió de los
finos, aunque atractivos, labios de su torturador. El miembro surgió
de entre su ropa interior y pantalones. Apareció con su glande
grueso y rosáceo, con su cuerpo hinchado y marcado por sus numerosas
venas. Recordó el sabor de su semen, espeso y cálido, recorriendo
su garganta. Igual que pudo rememorar el momento en el que otros
hombres, que lo acompañó la noche anterior, eyacularon sobre él y
en su temblorosa boca.
Se acercó a él con rapidez, sin darle
tiempo a nada, para acabar de rodillas con el cabello entre los dedos
de la mano izquierda de esa mala bestia. El látigo se alzó y
comenzó a sentirlo por sus glúteos, hombros, espalda, torso y
piernas. Después notó el mango acariciando los pómulos,
deslizándose con cuidado como si fuese una sutil caricia, para luego
introducirlo entre sus labios. Hizo que lo succionara como si fuese
su propio miembro, que deslizara su lengua y se imaginase aquella
piel húmeda, caliente y sabor salado.
Comprendió entonces que era adicto y
quería ser su mascota, su juguete, su puta y, por supuesto, el
elegido para sus sueños de dominio y castigo. Lo hizo mientras
apartaba el mango del látigo e introducía su miembro. El muchacho
de inmediato se aferró a los pantalones, pero el látigo golpeó sus
dedos. Sus ojos se llenaron de lágrimas, sintió que se asfixiaba y
que sus labios rozaban prácticamente su vientre. El sonido de los
testículos golpeando su mandíbula era placentero y sintió como su
miembro se erguía.
En mitad de aquel éxtasis, casi
religioso, sintió la explosión de aquella esencia masculina que
tanto le satisfacía. Bebió sediento tragando hasta la última gota,
lamió el glande y apartó los restos de aquella tortuosa arma de
placer. Su amo no esperó a que él acabase, ni siquiera lo tocó,
sino que lo tiró al suelo y se apartó.
Las suelas de los mocasines oscuros,
pulcros y cuidados, sonaron por las quejumbrosas maderas, la luz se
apagó y el se tocó pensando a un nuevo juego. Un juego que
alimentara más sus más bajos instintos. Se había convertido en un
adicto de aquel sexo bárbaro y ni siquiera conocía el nombre del
hombre que podía calificar como su amo, su Alfa y Omega.
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