Había vivido una vida de pulcro
puritano. Era el típico beato que se arrodillaba frente al altar y
miraba directamente, con devoción sincera, hablándole en voz baja
como si fuese un íntimo amigo. Su cuerpo delgado, de clavículas
marcadas, era también de una estatura baja ofreciéndole un aspecto
similar al de un querubín. Delicado y postrado ante aquellas
imágenes religiosas, consagradas a un atajo de ladrones que vendían
paz a almas corruptas y limpiaban remordimientos bajo el símbolo de
la limosna, la ostia consagrada y el vino barato de mesa.
Pero esa vida quedó destruida,
consumida como la llama de un cirio, transformando su vida en un
calvario de sensaciones demasiado placenteras. Bajo ese aspecto de
ángel se guarecía un diablo que deseaba saborear el pecado,
paladeándolo hasta alcanzar el delirio en pleno éxtasis, dejándose
bañar en mitad de una bacanal de sensaciones.
Había sido observado desde las
alturas, señalado como corrupto, pues los demonios se reconocen
entre ellos. La llegada de un nuevo párroco, de aspecto de divinidad
pagana, hizo que en él comenzaran a susurrarle las llamas del
pecado, invitándolo a un paraíso de corrupción. Estaba abocado al
fracaso.
Aquel joven sacerdote lo acogió en su
casa, abriéndole la puerta, para ofrecerle consuelo. Esa
conversación taciturna, en voz baja, provocó que el párroco
palpara su dulce rostro con sus inmaculados dedos. El mismo que acabó
desnudando su cuerpo destruyendo sus ropas, provocando que saltaran
los frágiles botones de nácar de su camisa, jalara de sus
pantalones y rompiera con saña sus prendas más íntimas.
Su cuerpo quedó marcado por la
lascivia mientras sus labios se abrían entre oraciones a los
infiernos. Los azotes sobre su espalda, crujiendo como auténticos
truenos enviados por Dios, hacían que se retorciera como la
serpiente que reptó por el manzano hasta hacer caer la manzana. La
lujuria hizo que cayera piedra a piedra su iglesia, arrebatándolo
del camino recto, mientras permitía que las palabras sucias se
mezclaran con penetraciones fuertes y tortuosas. Sus manos buscaban
sostenerse en la sotana de quien le enviaba a Lucifer, mientras sus
ojos se llenaban de lágrimas de placer. Su cuerpo, perlado por sudor
y sangre, ya no era el de un ángel sino el de un hombre terrenal que
padecía por placeres carnales.
Así es de fina la línea entre el
éxtasis religioso el lívido desenfrenado.
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