Todos sabemos cuánto amaba Petyr a esta mujer, ¿cierto? De no ser así se va a recordar con brevedad...
Lestat de Lioncourt
—¿Alguna vez
has pensado en el daño que te estás haciendo?
Su voz sonó
temblorosa, como si estuviese a punto de echarse a llorar. Ella se
había percatado. Sus pupilas se dilataron, del mismo modo que apretó
ligeramente el mentón. No podía decirle cuánto le quería, pues
sabía que estar con él la induciría a un error. Detestaba esa
orden de sabios que no lograron salvar a su madre, que la hicieron
esclava de una tragedia y que no podían curar su dolor. Ni uno de
ellos era lo suficientemente empático para saborear la soledad tan
terrible que la cubría. No iría con él, no sería parte de
Talamasca. No. Ella era una bruja y como tal se comportaría.
Dominaría los espíritus y haría del Impulsor su guardián.
—¿Cuál
daño?—preguntó confusa.
Él sólo había
intentado ayudarla desde el mismo momento que aceptó la orden, sin
siquiera conocerla. Había viajado para impedir que quemaran a su
madre en la hoguera por brujería. Ella lo veía de otro modo. Pensó
que él, como todos los de la orden de sabios, sólo acudían por
morbo a contemplar como otros, con idénticos poderes, morían a
manos del populacho y su miserable religión.
—Estás
dejándote guiar por este espíritu maligno—explicó.
Quería rodear su
talle, llenar sus heridas de besos y ofrecerle todo el amor que
parecía faltarle. Si bien, ella no quería nada de eso.
—Soy una
bruja—dijo imponiéndose alzando ligeramente el tono, expresándose
con firmeza.
—No, sólo eres
una mujer llena de miedos y carente de afecto—leía su alma. No
hacía falta que usara sus poderes. Conocía bien esos ojos, esos
labios, esas mejillas húmedas por tantas lágrimas derramadas, ese
calor que yacía envolviendo sus brazos y muslos. Reconocería su
aroma entre cientos de mujeres. Estaba enamorado de esa bruja. Jamás
la olvidaría, y nunca dejaría de intentar salvarla— .Te has
aferrado a...
—Cállate, tú
en parte tienes la culpa de mi desgracia—dijo apretando los puños.
Una masa oscura
vaporosa la envolvió por la espalda mientras él materializaba
rápidamente sus ojos, unos hermosos ojos castaños de una fiereza
indomable.
—¿Tengo la
culpa?—murmuró sin aliento.
—Sí, la
tienes—expresó.
—Deborah, ¿por
qué me culpas de tu dolor?—preguntó con un hilo de voz. Sabía
que ese ser no pararía hasta conseguir su cometido. Tenía que
salvarla. Si seguía así moriría en la hoguera, al igual que su
madre.
—Te culpo por
haberme salvado la vida—dijo dando un paso atrás—. Debiste
dejarme morir, igual que murió mi madre. Ahora no me molestes.
—Suzanne cometió
muchos errores, pero tú no eres ella—formuló esas palabras
temblando.
—Tienes razón,
no soy ella—dijo.
—¡Deborah!—gritó
intentando llamar su atención.
—Petyr, será
mejor que te marches.
La nebulosa se
convirtió en huracán y lo sacudió, guiándolo hasta la puerta y
echándolo fuera de la propiedad. Una vez en la calle casi pudo
escuchar una voz en el silbido rápido del viento.
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