Aaron era un buen hombre. Al menos a mí me lo parece...
Lestat de Lioncourt
Metió sus manos en los bolsillos tras
depositar las flores sobre la tumba. Eran frescas, rebosantes de
aromas, hermosas como lo fue en su día la mujer que descansaba al
fin de sus malos días, de los lúgubres tormentos de años de
destierro y soledad. Se sentía vacío, culpable y apático. No pudo
hacer mucho más, pero algo en él decía que debió mover cielo y
tierra. No obstante ya era suficiente con haber aparecido en el
momento propicio, justo cuando la nueva era avanzaba inexorablemente.
Cerró los ojos cansados, llenos de
arrugas y recuerdo, para oprimir por primera vez contra su pecho ese
magnífico recuerdo. Tenía una piel nívea, muy fresca y lozana, con
unos enormes ojos desesperados y una mata de pelo negro tan espeso,
rizado y hermoso que cualquiera hubiese deseado olerlo. Dicen que
murió aún con un aspecto magnífico, muy bella y algo delgada, como
si la muerte no hubiese tocado su cuerpo y su alma jamás hubiese
sido torturada.
Deseó romper a llorar, pero no era más
que un conocido. Fue durante algunos días la esperanza, el ángel
mensajero de una palabra nueva y diferente, pero poco más. Estaba
seguro que ella se había olvidado del hombre que le entregó aquella
curiosa tarjeta, con un teléfono común y corriente, y atrás,
anotado en bolígrafo, su nombre. Sí, estaba seguro.
Las margaritas eran las más hermosas y
silvestres, pues tenían una presencia predominante con sus hermosos
pétalos blancos junto a los restantes colores malva, turquesa, rojo,
amarillo o naranja. Pero, ¿podía decir lo mismo de aquella pobre
mujer? ¿Ella era la más hermosa de las brujas de la familia? Estaba
seguro que su hija era más fuerte, hermosa y decidida. La había
visto. Era doctora, neurocirujana en realidad, y tenía capacidades
sobrenaturales. Él lo había percibido nada más chocarse con ella.
Y, en esos momentos, iba hacia la tumba para dejar sus condolencias
de nuevo. Una madre que la amó, pese a la distancia y el tiempo, y
que jamás la olvidó del todo. Él lo sabía. Deirdre amaba
demasiado al fruto del incesto y el deseo, demasiado.
No sabía cómo presentarse, pero lo
haría. Tenía que hablar con aquella mujer. Era posible que
estuviese en inminente peligro. Aunque, ¿sabía siquiera él qué
clase de peligro era? ¿Cómo enfrentarlo quizá? No. No lo sabía.
Sólo estaba seguro que el ahogamiento de Michael Curry, su posterior
rescate por Rowan Mayfair y todo lo que le había secuenciado, poco a
poco, tenía algo que ver. El destino no existe. Siempre hay alguien
que escribe el guión de nuestras vidas.
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