¡Me niego! Aunque me lleguen estos textos.
Ah, por cierto, este fragmento está dedicado a un tal Samhael. ¡No fastidies! Para colmo me lo envían con nota al pie exigiendo ciertas cosas. Memnoch, no creo en ti ni en tus hermanitos los emplumados.
Lestat de Lioncourt
—Deberías volver a contactar con él.
Su tono amable era como una pequeña
caricia. Siempre aparecía en los momentos menos indicados, pero
acepté su compañía de buen agrado. Necesitaba a alguien aunque
fuese para discutir. A veces mi trabajo es demasiado solitario. Soy
un arcángel destinado a vivir solo, sin un compañero, y a combatir
contra las falsas creencias que se vierten sobre mis actos.
Me giré para observar sus prendas
simples. Llevaba tan sólo unos pantalones vaqueros algo viejos, con
algunos rotos, y una correa de cuero algo cuarteada por el uso. Usaba
sandalias y una camiseta blanca sin mangas, las típicas que suelen
llevar los hombres bajo sus elegantes camisas. Su pelo largo, rubio,
encrespado por la humedad de una mañana tan fría y sus ojos azules,
tan profundamente azules, eran lo más destacado de su rostro. Aunque
también podría hablar de su barba mal recortada y su sonrisa
estúpida. Parecía un joven rebelde que dormía en la calle. No miré
sus manos, pero juraría que estaban callosas de tanto trabajar. Era
mi hermano. Uno de mis hermanos.
—No servirá de nada—respondí.
Mi aspecto era muy distinto. Llevaba un
traje de firma oscuro, de esos que usan los altos ejecutivos, y
poseía una corbata muy llamativa en color lavanda. Mi camisa era
negra y tenía un cuello elegante, el cual destacaba gracias a mi
único complemento. Mis cabellos eran algo más rubios que los suyos.
El físico elegido esta vez difería un tanto del original. Tenía
ese poder, podía usarlo y lo usaba. Dios me dio sus mismos dones y
no temo en ponerlos en práctica.
—Volverá a meditar mejor sus
palabras y a ordenar sus ideas—dijo acercándose hasta a mí, para
sentarse al borde de aquel rascacielos.
—Deseo seguir mi labor. Nada
más—comenté agitando los cubitos de hielo de mi vaso. Había
subido hasta allí para huir de una pesada reunión. Pedí café con
un poco de whisky y hielo. Amaba el café helado y sin azúcar, pues
tenía el toque amargo que me satisfacía. Me recordaba a la vida
misma.
—Cree que sólo eres un espíritu—giró
su rostro hacia la ciudad y movió sus piernas impaciente. Parecía
un niño.
—¿Acaso no somos todo
eso?—interrogué—. Poseemos cuerpos tangibles, pero somos
espíritus. Nuestro espíritu es más fuerte que la carne que moldeó
Dios.
Nos miramos. Perdimos unos valiosos
segundos reconociéndonos. Casi podía ver sus diversos pares de alas
de plumas densas y maravillosas. Quería tocarlas, hundir mis dedos
en ellas y recordar cómo eran las mías. Mis alas se veían siempre
oscuras cuando otros me osaban contemplarlas. Sufría con esa
pesadilla, aún lo hacía. Me marcaba como caído, como un lastre
para el Cielo, pero no era así. Yo seguía una misión.
—Sabes que me refiero a eso—dijo.
—Rafael, ¿por qué no te diriges a
ese impertinente y le hablas?— Hice aquella sugerencia sabiendo
bien que la rechazaría—. Eres el guía espiritual, quien calma a
las almas y cuerpos heridos, y el arcángel de las artes—sonreí
aproximándome el vaso a los labios, dando un suave trago a mi
extraño café, y seguí hablando señalándolo ligeramente con mi
mano desocupada—. Ve, habla con él.
—Dios exigió que fueras tú. Todos
estamos saturados de trabajo allí arriba.
No pude reprimir una enorme y profunda
carcajada. Ese idiota se pensaba que yo no tenía trabajo. Tenía que
juzgar a las almas que iban a ambos lugares, o incluso que volverían
a la Tierra porque habían adquirido una oportunidad más. Pero era
yo quien debía dársela, no Dios. Dios hacía demasiado que se había
ausentado por “vacaciones” y el resto teníamos que apechugar sus
funciones.
—¿Saturados?— Mis ojos azul
verdosos se abrieron de par en par, para luego fruncir el ceño y
seguir con un tono burlón y elevado—. ¡No hacéis nada! Mirad
Siria, Etiopía o como Colombia rechaza la paz. ¡Por favor! No me
hagas reír—acabé con un suspiro. Odiaba lo tedioso que era ser un
arcángel oscuro, el menospreciado por los humanos y el más amado,
según todos, por Nuestro Padre.
—He descendido a la Tierra como
sacerdote, médico y también como artista ambulante. He caminado
codo con codo con el ser humano y este ya ha dejado de tener fe. La
mayoría ya no cree. Sólo aceptan una religión u otra por miedo a
morir, al vacío que hay tras la pérdida de su cuerpo, pero por lo
demás...
Se incorporó, sacudió sus pantalones
y me miró aguardando una respuesta positiva. No la obtuvo.
—Y esperas un milagro por parte de
Lestat... ¡Iluso!
Aquellas palabras hicieron que se
marchara. Pude escuchar sus pasos sobre la gravilla de aquella
azotea. Incluso como la puerta se abría y cerraba. Odiaba que él
apareciese con ese aspecto bondadoso, algo salvaje, y me prometiera
que era capaz de hacer algo más grande que ser un mero
administrativo de almas. Porque eso hacía. Contabilizaba las almas,
las administraba y dejaba un informe pulcro sobre la mesa de Dios.
Me quedé allí olfateando mi bebida,
intentando olvidar la fragancia agreste de mi hermano. Deseaba
olvidar. Quería volver a mirar el mundo en su hora crepuscular y no
sentir que todo se precipitaba hacia el Fin de los Tiempos.
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