Así es como le conté todo a David...
Lestat de Lioncourt
—Recuerdo el repicar de las campanas
en Auvernia y cómo mi madre se marchaba a misa. Ella iba cada día a
rezar con el resto de mujeres—decía mirándome con el único ojo
que se había salvado. No quería decirme aún cómo lo había
perdido ni dónde había estado. Sólo balbuceaba—. Se reunían
bajo la supuesta cada de Dios y aguardaban que las llamaran
pecadoras—masculló incorporándose un momento, dando un par de
pasos por la sala, para volver al sillón y recargar su espalda por
completo en el espaldar del asiento—. El sacerdote jamás aceptó a
mi madre como una de sus feligresas, pero no podía evitar que
cruzara la puerta y se sentara a un extremo, escuchando así sus
discursos y blasfemias—recordé las zonas destinadas a las mujeres.
Ellas seguían siendo señaladas como símbolo de Eva, como una
alegoría a la maldad y la intransigencia—. Todavía puedo aspirar
el olor húmedo del musgo, mientras retozaba en la hierba, y veía
llegar a mi madre. Es una imagen renuente que explota en mis
recuerdos y me hace sentir cierto miedo. No viene sola. La
imaginación es poderosa y aunque jamás vi a un campesino arder,
sobre todo a sus mujeres, sí podía fraguar ese símbolo, de poder y
miseria, fijándolo en mi alma.
Hizo un leve descanso. Yo anotaba
alborotado cada palabra que él pronunciaba. Armand sólo estaba
sentado en el sillón, con la cabeza recargada en su mano derecha,
cuyo codo se clavaba en el brazo de su asiento, entretanto movía
ligeramente su nariz arrugándola. No quise interesarme por sus
sentimientos encontrados en esos momentos, tampoco lo hice más
tarde. Deseé que aquella expresión quedase ahí, en aquellas cuatro
paredes, mientras Lestat sollozaba y farfullaba toda la historia.
—Cuando esa criatura apareció frente
a mí no pude dejar de compararlo con las siniestras gárgolas que
colgaban de la iglesia, de cualquiera de ellas, y empecé a rezar el
rosario que mi madre me había enseñado. Siempre pensé que Dios y
el Diablo no existían, que eran meras figuras inventadas para poder
alejar el profundo miedo a la muerte. No obstante, ese ser era real y
yo temblaba lloroso en un rincón—se arrojó a mis pies y me tomó
de las manos—. No tomes notas aún, hazlo en breve. Sólo te estoy
dando unos datos de mi vida, de por qué sentí tanto pavor. Por
favor...—dicho aquello agachó la cabeza, apoyó su frente entre
nuestras manos entrelazadas, y lloró.
Decidí en ese mismo instante que
liberaría mi alma de cualquiera de mis creencias, lo escucharía y
creería todo lo que me contaba. Era posible que hubiese visto y
sentido todo aquello, aunque sólo fuese un engaño de un monstruo
más terrible que nosotros mismos. Aguardé unos minutos antes que se
recompusiera y al fin tomase la palabra, así como algo de cordura.
Podía ver en sus ojos su agitada alma y sus deseos de ser
comprendido, amado y cuidado como nunca lo había exigido. Vi al
Lestat más humano. Al hombre, no al Príncipe de la Oscuridad y la
tragedia.
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