Marius debería entender que tiene que pedir disculpas sinceras si quiere que Armand regrese...
Lestat de Lioncourt
Estaba ahí de nuevo frente a mí como
en tiempos pasados. Me observaba con esos ojos agrestes de animal
herido. Sentía que me provocaba con cada segundo de silencio que nos
regalábamos. Podía escuchar perfectamente su respiración, sus
latidos y también el sonido de sus prendas siendo acariciadas por su
larga cabellera pelirroja. Sin decir nada, ni siquiera un mísero
“hola”, comenzó a desnudarse. Había entrado en mi estudio de
pintura, cerrado la puerta y caminado hasta el centro de esta. Allí
bajo la luz de las lámparas eléctricas, las cuales usaba ahora para
recrear el día en mitad de la noche, lo tenía para mí como si
fuese un regalo de un dios amable y misericordioso.
Lejos, al otro lado de la calle, el
sonido de una banda musical acompañando a una de esas esculturas
religiosas, las cuales llenan de devoción y dinero por igual,
transitaba mientras aplaudían el esfuerzo de los costaleros. Pero en
aquella finca, enorme y ruinosa, estábamos los dos ocultándonos del
mundo. Una vieja casa vencida por el paso del tiempo, la cual estaba
apuntalada, en una ciudad pequeña y casi olvidada por el mundo se
venían abajo todos mis pensamientos.
Sólo tenía algo en mi mente y era él.
Un él puro, casi celestial, que me motivaba a querer palparlo. Con
cada prenda desprendida de su figura veía una virtud nueva. Mi
cuerpo entero tembló y mis manos dejó la paleta de pinturas a un
lado, así como el pincel, entretanto me acercaba a sus carnes
siempre jóvenes e indecentes.
—Has venido a tentarme como el
supuesto demonio a ese Mesías tuyo—dije tomándolo del rostro.
—He venido a casa de Dios como el
cordero que vuelve al rebaño—murmuró arrodillándose frente a mí
colocando sus manos, pequeñas y suaves, en forma de rezo. Parecía
implorar amor, pero en realidad buscaba ese pozo de profunda lujuria
que siempre llevaba conmigo.
Justo cuando fui a incorporarlo me topé
con la dura y miserable realidad. Él no estaba allí y sólo
acariciaba los recuerdos del pasado. Ni su voz, ni sus ojos y tampoco
su aroma. El único perfume que entraba en esa habitación cargada de
polvo y miseria era el del incienso de la procesión cercana, esa
donde alababan a Dios como él me alabó un día, y del azahar de los
innumerables naranjos plantados en las dos orillas de la calzada.
Cerré los ojos sintiéndome miserable y me giré hacia el cuadro,
entonces lo contemplé como miré a mi querubín en mis estúpidas
fantasías, y me percaté que su rostro mostraba el dolor y la
injusticia que hicieron raíz en su corazón.
—No fui tu Dios, no fui tu Mesías.
Yo fui tu Judas, Amadeo.
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