Reconozco que lo extraño. Sobre todo
ahora. Cuando subo por los viejos caminos que ya no me recuerdan, de
árboles mucho más jóvenes que mis propios recuerdos, con veredas
ya ocultas por la nieve que se acumula a ambos lados hasta la cima.
Extraño su jadeo, el sonido de sus pisadas y esos ladridos alegres
antes de lamer mis dedos. Echo de menos al único ser que me acompañó
durante las largas penurias cuando regresé a mi lado humano, a lo
que no debí volver a probar, porque él me demostró lo que era el
amor puro de un animal y que yo había olvidado.
Por unos instantes vinieron a la mente
mis mastines, pero era él quien ocupaba un gran espacio en mi
corazón. Vivió ocho años a mi lado. Ocho dulces y encantadores
años. Los mejores ocho años de estos tiempos modernos en los cuales
tuve que enfrentarme a un supuesto demonio y a mis propios miedos
juveniles. Ni el cielo ni el infierno pudieron retenerme porque en
ambos lugares sabía que debía regresar por él, por Louis, por mi
madre y por todos los que amo y me aman. Debía salir victorioso. Y
lo hice. Salí victorioso y fui a su encuentro abrazándolo, dejando
que su pelaje duro me relajara y su hocico húmedo me hiciese sentir
en casa.
Creo que jamás amé tanto a un animal.
Ni siquiera a mis mastines o a las aves que conseguía para Claudia,
las mismas que nunca debí enjaular porque todos merecemos libertad.
Creo que jamás me sentí tan identificado en los ojos de una
criatura tan dulce y compasiva. Hasta día de hoy lo recuerdo.
Tal vez debí pedir que lo enterraran
aquí, tal vez. No lo hice. Respeté que ella, la mujer que lo
cuidaba en las horas diurnas, lo hiciese de forma íntima y lo
llorara hasta que ella también murió. Nos dio paz, nos dio amor,
nos dio recuerdos y eso nunca nadie me lo arrebatará. Él será
eterno en mi corazón, él será mi más íntimo amigo y mi más
aguerrido rescatador.
Lestat de Lioncourt
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