«Ojo por ojo,
diente por diente,
y el mundo morirá
ciego de rabia
y callado por el miedo.»
Recuerdo cuando era joven y me llevaron
a un lugar que ningún niño, joven o adulto debe conocer. El
sacerdote tomó a los más pequeños y puros del pueblo, nos colocó
en una fila después de la misa y nos hizo caminar hacia el bosque.
Nos adentramos hacia una llanura, algo amplia, muy cerca de un cerro
y allí se detuvo. Sus ojos severos, algo fríos como la nieve en
invierno, se clavaron en mí por ser el más “débil” de los
presentes. Me garró del brazo y me mostró la tierra ennegrecida,
los árboles quemados y las piedras mal colocadas en forma de una
especie de círculo ancestral.
—Míralo bien—dijo—. Míralo
bien, bastardo blasfemo—añadió.
Mis ojos se quedaron fijos en esa
tierra ennegrecida, fruto de numerosos incendios, sin comprender el
motivo por el cual tenía que verlo. Yo sólo había preguntado si
Dios amaba a todos sus hijos, incluso aquellos que no profesaban
religión alguna o eran demasiado rebeldes para seguir las normas
estrictas de la iglesia. Sólo fue una pequeña y miserable duda como
para que nos llevase hasta allí, me sacudiera enérgicamente y casi
me arrancase el brazo de cuajo diciéndome con odio esas palabras.
—No comprendo—susurré aturdido y
asustado al borde del llanto. Nicolas, que era dos años mayor a mí,
me miraba entre la multitud intentando decir algo, pero como buen
cobarde, como el resto de niños, no dijo nada.
—Este es el lugar donde se queman a
las brujas, a todos esos descerebrados hijos de Satanás. Si sigues
una vida impía, una vida llena de lascivia y vas contra las órdenes
divinas, Dios dará al hombre las medidas oportunas que son el fuego
y la horca.
En ese momento el lugar me pareció aún
más triste y miserable. Sentí un miedo inmenso que me atenazó los
músculos y no podía ni siquiera pestañear. En silencio comencé a
llorar. Imaginé a las mujeres ardiendo. Sus hermosos cabellos en
llamas, sus vestidos, por simples que fueran, pegándose a su piel
envueltos en llamaradas y sus gritos. Unos gritos tan horribles como
los de mil parturientas.
—Sigue así, jovencito Lioncourt, y
yo mismo pediré que te quemen aquí—al decir eso mis piernas
flaquearon y caí al suelo, pero él me levantó agarrándome de la
oreja.
El resto del camino lo hicimos en
silencio, incluso yo que tenía que soportar esa mano retorciendo mi
lóbulo y haciéndome sentir miserable. Cuando llegamos a la plaza me
pude zafar y eché a correr. Sabía que tenía que encontrar a mi
madre. Mi madre me salvaría, pues las madres lo pueden todo.
Al llegar al castillo me derrumbé sin
saber como explicarle, pero al pasar un buen rato logré hacerlo. Lo
único que se le ocurrió hacer fue encaminarse a la iglesia y
pedirle explicaciones, para luego amenazarlo. Su fe basado en el
odio, en la ira, en la justicia por medio de la violencia hacia los
“traidores” e “infieles” sólo traía ruina. Ella le hizo
saber que si volvía a aleccionarme de ese modo tomaría medidas
contra su cochambrosa iglesia y su nauseabunda sotana.
Lestat de Lioncourt
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