Hacía tiempo que no aparecía
personalmente en el despacho de abogados donde mi nueva identidad,
una de tantas, poseía ciertos asuntos vinculados a empresas,
inversiones y numerosos trámites burocráticos que aún a día de
hoy me son necesarios. Subí a la planta pertinente y entré por el
angosto pasillo. Todo estaba a oscuras.
No entendía cómo me había llegado
aquel e-mail tan extraño notificándome que debía acudir
necesariamente esa noche. Mis escoltas estaban fuera, pues les había
pedido que me dejasen cierta autonomía. Detestaba ser el “Príncipe
de los Vampiros” por ese motivo, aunque no era el principal.
Demasiada responsabilidad, la cual delegaba casi siempre en Marius o
en los miembros más destacados del Consejo que había formado para
no reinar de forma absolutista. Siempre he odiado las monarquías y
he abrazado la democracia, ¿cómo iba a aceptar algo así? En fin.
Estaba allí sin ellos y me extrañaba que nadie se hallase en el
recinto.
Repentinamente una vieja canción de
rock comenzó a sonar “Personal Jesus” de Depeche Mode. Sonaba a
un nivel algo elevado y provenía del despacho principal. No sentía
el olor habitual de la sangre, no había sangre. No sangre humana.
Pero había alguien o algo tras la puerta. Pude ver un hilo de luz
surgir del despacho y alguien que se movía intranquilo en su
interior.
«Feeling unknown and you're all alone.
Flesh and bone by the telephone. Lift up the receiver, I'll make you
a believer.»
Me detuve entre las numerosas mesas
apelotonadas a ambos lados, como los bancos de una iglesia camino al
altar, comprobé que los ordenadores comenzaron a encenderse fila por
fila y las impresoras se conectaron solas imprimiendo un repetitivo
mensaje. Los folios caían sin que nadie los recogiera y al mirar
hacia abajo, justo a mis botas, pude mi nombre escrito adjunto a mi
título: Príncipe Lestat de Lioncourt, Príncipe de los Vampiros.
«Take second best. Put me to the test.
Things on your chest. You need to confess. I will deliver. You know
I'm a forgiver.»
—Memnoch. Lestat, vayámonos—susurró
inquieto Amel—. ¡Vayámonos!
Rápidamente huí hacia la salida, pero
esta se cerró y tuve que hacer acopio de todas mis fuerzas para
abrir. Una vez en el pasillo decidí que no tomaría el ascensor.
Agarré impulso y crucé la cristalera, rompiéndola en mil pedazos,
para salir volando del edificio y aterrizar a una manzana. Mis
escoltas en el Jeep arrancaron sintiéndose confusos por lo ocurrido,
pero cuando me monté arañado, empapado en sudor y con los ojos
desorbitados no preguntaron. Ellos sólo aceleraron por la avenida.
Lestat de Lioncourt
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