Habíamos hurtado albaricoques y
nectarinas de uno de los huertos cercanos a su vivienda. Nos habíamos
convertido en furtivos maleantes trepando a las ramas de los árboles
para llenar un zurrón con varias piezas. Igual que niños traviesos.
Nuestras bocas se llenaban del delicioso jugo de la primavera tardía
mientras reíamos tumbados en el pajar que poseía su vecina, donde a
veces nos refugiábamos de la lluvia o simplemente nos tumbábamos
para conversar de todo y nada.
Los labios de Nicolas siempre me
parecieron sensuales. Su boca era más pequeña y carnosa que la mía,
de una tibieza especial y cuando sonreía se iluminaba por completo.
No solía hacerlo, pues a veces parecía alicaído o enfurecido por
la crueldad de su padre. Aún así, cuando hacíamos travesuras
típicas de muchachos más jóvenes, arriesgados y estúpidos él
acababa estallando en carcajadas.
Tenía el cabello castaño, largo y
ondulado lleno de paja, igual que el mío que se encontraba desatado
y revuelto. Su cuerpo, más fino que el mío, se retorcía como una
culebra mientras se carcajeaba por lo fácil que había sido saltar
la pequeña valla y persuadir al perro del agricultor. Aunque, en
nuestra huida, yo acabé con los pantalones algo rotos y él cayendo
a un charco quedando con la camisa llena de lodo.
Me quedé callado observándolo, con
una sonrisa traviesa en mis labios, mientras él se relamía por el
jugo del melocotón. Creo que ese fue el primer beso sin alcohol de
por medio, sin necesidad de ocultar mis sentimientos por medio de la
bebida. Él lo siguió y de su mano se desprendió el trozo de
fruta, pues rápidamente colocó esta en mi mejilla. Su cuerpo aceptó
con buen agrado que lo cubriese con el mío, aplastando este sin
importarme demasiado, mientras su lengua disfrutaba del sabor que mi
boca tenía a nectarina.
—Je t'aime, monsieur—murmuró.
Era la primera vez que lo decía. Una
sensación cálida se agarró en mi pecho. Hasta el momento no sabía
cómo identificar lo que sentía. Sólo creía que era pura
diversión, deseo, depravación y necesidad. Me equivocaba. Él me
había plantado la semilla del amor, no sólo de la lujuria. Sus ojos
castaños centellearon al decir esas palabras y sus mejillas tomaron
el color de las cerezas.
Ambos comenzamos a quitarnos la ropa,
aunque más bien nos la arrancábamos, mientras nos besábamos con
furia. Mi boca atrapaba la suya e intentaba dominar cada movimiento
de su lengua. Sus brazos se echaron a mi cuello, rodeándome y
pegándose a mí, mientras sus piernas se abrían invitándome de
forma lasciva.
Jamás podré olvidar esa noche donde
las estrellas brillaban con fuerza, con la fuerza de mil soles,
mientras los insectos se escuchaban a lo lejos y la yegua de nuestra
vecina relinchaba golpeando con sus cascos el suelo de tierra.
La paja picaba, pero no importaba. Sólo
importaba quitarnos la ropa y poder bebernos la piel a grandes
sorbos, convertidos en besos y caricias. Mis dedos sentían la piel
de Nicolas como si fuese seda, pues mis manos estaban algo
encallecidas por usar armas y algunos útiles para conseguir algo de
comida a mi familia. Él tenía las manos suaves, delicadas, de dedos
largos y hábiles que no se conformaron con acariciar mis hombros y
espalda, sino que comenzaron a masturbarme agarrando con firmeza mi
hombría.
Aparté mi boca de la suya para jadear
y gemir debido al movimiento de su muñeca, el ritmo que esta poseía,
para luego hundirme en su cuello y morderlo igual que ahora hago con
mis víctimas. Él arqueó la espalda, elevó las caderas y abrió
mejor sus piernas. Después me obligó a tumbarme en la paja revuelta
y me miró sofocado. Sus labios estaban rojos y su mirada decidida.
Nicolas era muy hábil con su lengua y
esta terminó envolviendo mi miembro tras inclinarse raudo. Mis manos
se pusieron sobre su cabeza de mechones arremolinados, mis toscos
dedos se engancharon a estos y dejé que hiciese lo que buenamente
quisiera. Pronto el chupeteo de su boca, junto con mis gemidos,
fueron lo único que podía escuchar con claridad ya que lo demás no
importaba.
—Nicolas...—dije con la voz
entrecortada—. Mon amour...
Al llamarlo de ese modo alzó su
rostro y me miró sin dejar de intentar engullir cada centímetro.
Cuando lo logró sus ojos se pusieron en blanco y aprecié que sintió
náuseas, pero no lo detuvo. Su lengua golpeó la piel, envolvió
cada vena y se deslizó mientras los labios iban apretando cada
milímetro que iba dejando atrás. Luego se irguió, tragó saliva y
se colocó encima mío. No lo había preparado y sabía que iba a
doler, pero él no podía detenerse. O más bien no quería hacerlo
pues estaba demasiado urgido.
Se empaló. No lo hizo de una vez, pero
lo logró. Su estrecha entrada se convirtió en la funda perfecta
para mi rifle y comenzó a moverse. Sus manos se dirigieron a mis
pectorales mientras y lo sostenía por las axilas, y luego por las
caderas o glúteos. Incluso le azoté varias veces. Él cabalgaba
como un guerrero furioso en su última batalla, gemía y decía mi
nombre como si rezase a Dios. Podía sentir su hinchada próstata
siendo golpeado por la punta de mi glande, la cual en cierto momento,
sin poder controlarme, golpeé con mi semilla. Fue abundante, como la
suya que salió disparada a chorro sin que siquiera tocase sus
genitales.
—Dites-moi seulement que vous m'aimez
qu'à moi—balbuceó tembloroso, sudoroso y aún con mi miembro
enterrado en él igual que la espada del rey Arturo en la piedra—.
Dites-moi que je suis juste ta petite serveuse.
—Je t'aime, Nicolas. Je t'adore...
—dije rompiendo a llorar e incorporarme para abarcarlo con mis
brazos y cubrir su rostro con mis besos.
Lo amaba. Lo amaba profundamente. Él
fue mi primer amor.
Lestat de Lioncourt
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