Ojalá esto les dure.
Lestat de Lioncourt
Terminaba de colocar el cuadro
entretanto pensaba en él. Habíamos separado nuestros caminos y el
tiempo acabó por colocar un muro demasiado alto entre los dos.
Sentía como el peso de mis acciones caían sobre mi conciencia y me
hallaba desesperado por poder tenerlo una vez más entre mis brazos
como aquellas noches que parecían eternas, con las estrellas mucho
más brillantes en el firmamento y con una sensación de euforia
propia de un hombre esclavo de sus pasiones. Él fue durante años mi
gran sueño y generó en mí un fervor similar al religioso. Hizo que
me sintiera Dios entre los hombres y él mi propio querubín, el cual
cantaba hermosas tonadas de amor cargado de dicha y lujuria.
Gremt había mediado junto a mi hacedor
para que Talamasca me regresara todas mis obras. Realmente no las
necesitaba todas, pues me conformaba con recuperar esta pieza en
concreto. Era el cuadro de “La tentación de Amadeo”. En el marco
de madera, algo envejecido pero sin rastro de alguna enfermedad
propicia por el mal cuidado o insectos, había una pequeña chapa
dorada donde se podía leer el título. Mi corazón palpitaba
enérgico ante la profunda mirada de aquellos juveniles ojos. Todavía
era humano cuando decidí crear tan magnífica obra. Tenerla conmigo
era como recuperar parte de lo que perdí. No obstante, no podía ser
crédulo y dejarme llevar por la extraña y cálida sensación que
calentaba mi alma. Esos tiempos no volverían porque nosotros no
podíamos volver a ser los que fuimos. Todo cambia, todo evoluciona y
nosotros cambiamos de igual modo. Somos criaturas vivas que se van
llenando de experiencia aunque muchos mantengan que somos muertos
entre los vivos.
Di un par de pasos hacia atrás para
comprobar que estaba recto y caí de rodillas. Las lágrimas
comenzaron a brotar sin pudor, pues me creía solo. Mis manos se
colocaron sobre mi pecho como si mi corazón fuese a estallar. Era el
llanto más amargo que jamás he ofrecido a este mundo enfermo de
rabia, contaminado por la crueldad y la desdicha, hambriento de
verdades y adorador de mentiras. Podría decirse que cada lágrima
sanguinolenta que caía al piso de mármol era una palabra de amor no
dicha, un secreto no revelado y un recuerdo que no fue vivido. Había
hecho demasiadas promesas a mi Amadeo y no supe cumplir ni una de
ellas. Ni siquiera tuve agallas de enfrentarme a Santino. Sí lo fui
para pedir clemencia a Maharet para que lo juzgara y me permitiera
acabar con su vida con el beneplácito de quien era nuestra líder,
pero ella se negaba a ser líder o juez de algo semejante. Finalmente
fue Thorne quien tomó la iniciativa y este fue destruido, al menos
su cuerpo lo fue. Pero eso no me hizo recuperar a Amadeo, sino que
creó una brecha mayor entre los dos y nos convertimos en dos islas a
la deriva.
Armand ahora incluso reniega de
ostentar mi apodo como su nombre, sino que ha tomado el suyo propio.
Del mismo modo que yo tomé Roma por mi vínculo sentimental hacia el
imperio que tanto me dio, que fue mi cuna y mi tumba, él lo ha hecho
con Rusia. Todavía sigue siendo el muchacho de Kiev. Yo lo sé. No
sé la razón por la cual reniega de su pasado entre los canales, en
mis brazos y en mi cama. Jamás comprenderé los motivos que posee
entre sus delicadas manos para no ofrecerme el consuelo de tenerlo
conmigo.
Cuando el llanto se hacía más agudo e
imposible de frenar pude sentir que un bebedor de sangre cruzaba el
hall de la entrada, ascendía por la elegante escalera de mármol
jugando con sus dedos por el pasador y acceder al pasillo que daba a
la elegante habitación donde me hallaba. Reconocí los latidos de su
corazón, pues era el suyo.
Armand se personó frente a mí sin
reparo alguno y como un ángel que se compadece de un pobre
miserable, de uno de esos fanáticos hijos de Dios que van a rezar a
sus templos, colocó sus eternas manos jóvenes, tan delicadas y
perfectas como en otras épocas, sobre mis hombros para luego besar
amorosamente mi coronilla. Pude escuchar como suspiró nervioso, así
como el sonido del colgante de cruz de plata que chocó con los
botones de su camisa.
Alcé la vista y lo vi. Quedé
anonadado ante la belleza de la expresión de su rostro. Parecía en
paz, pero había una guerra abierta en sus ojos castaños de hermosas
y largas pestañas. Allí en la profundidad de esos mares oscuros
había una tempestad de emociones. Tenía su atractivo cabello
castaño sin cortar y este caía sobre sus hombros rozando el cuello
de su camisa de lino celeste. Todo en conjunto era idílico. Sus
pantalones de vestir blancos, su correa de cuero negro trenzada y sus
zapatos Oxford negros con pespunteado doble a lo largo de su puntera.
No había joyas en sus manos, sólo la cruz al cuello. Su boca,
carnosa y rosácea, se veía tan tentadora como en aquellos tiempos.
Realmente era mi perdición, mi tentación.
—Creí que no vestirías más prendas
bárbaras—dijo con sorna por mi atuendo.
Llevaba un traje Armani en tono
borgoña, sin chaleco, y de corte clásico con una camisa blanca que
resaltaba mi tono de piel casi humano. Me había expuesto al sol
recientemente y el olor a carne quemada se mezclaba con el del
perfume que intentaba camuflar dicho acontecimiento. Aún me dolía
el roce de la ropa, pero debía vestir de ese modo para no llamar la
atención en las abarrotadas avenidas de las distintas ciudades.
Había salido esa noche para calmar mi sed, aunque no lo requería.
Supongo que es como una vieja costumbre, un ritual sagrado o una
adicción que no puedo reprimir así como sucede a los ludopatas que
son tentados a despilfarrar su vida, tiempo y dinero.
—Yo asumí que no volverías a
buscarme.
—Asumiste mal—contestó con una
sonrisa dulce en sus labios—. Siempre serás mi maestro, aunque los
tiempos cambien y nos destruyan.
—¿Te han destruido?—pregunté.
—Miles de veces, pero he vuelto a
construirme por la mera necesidad de seguir vivo.
—¿Me perdonarás alguna vez?
Ni siquiera sé los motivos que me
llevaron a arrojar esa pregunta tan destructiva. Sabía que podía
ser renuente a perdonar, pues era un ser que pecaba del mismo
problema que yo poseía. Ambos éramos tercos y reacios a disculpar
los errores de otros. La ira nos envenenaba y el rencor nos aislaba,
lo sé. Aunque yo he cambiado e intentado disciplinar a mi alma para
que comprenda que hay que perdonar para seguir avanzando.
—¿Sabrás perdonarte primero?— Se
incorporó mostrándose con una mirada vacilante y las manos
temblorosas. Ante mí tenía a mi chiquillo, mi muchacho, mi querubín
y el joven que estaba pintado en el cuadro que colgaba a unos metros
tras su espalda en la pared.
Me levanté y coloqué mis manos sobre
sus hombros, después las subí hasta sus mejillas llenas y palpé
sus labios. Justo entonces empezó a llorar en silencio. Sus lágrimas
eran muy similares a las mías, pues veía el mismo dolor.
Tenía razón. Primero debía
perdonarme por no haber ido a buscarlo, por convertirme en silencio y
misterio alrededor de sus sueños y fantasías. No tuve agallas y
cuando las tuve él no era el muchacho que yo conocía. Ni siquiera
ahora era el muchacho que terminé encontrando tras buscarlo en las
mentes de los distintos bebedores de sangre. Su apariencia frágil,
casi infantil, ocultaba a un hombre muy antiguo con un alma que ha
sufrido terriblemente. Creé un monstruo perfecto y me asusté. Por
eso me alejé, por eso no lo deseé a mi lado. Me asustaba la
perfección que había obrado y lo imperfecto que podía ser yo ante
su presencia.
Me acabé fundiendo en un abrazo
intenso con su cuerpo, su alma, su historia y en definitiva con sus
lágrimas. Ambos buscamos la forma de unirnos convirtiéndonos en uno
mientras nuestras bocas se buscaban. Pude apreciar como sus pies se
quedaron de puntillas mientras yo me inclinaba, pues nuestra
diferencia de tamaño siempre había sido más que evidente. Sus
brazos se echaron a mi cuello y sus manos acariciaron mi nuca
jugueteando con mis cabellos, los míos abarcaban el ancho minúsculo
de su cintura y lo pegaba a mí.
Él se cortó la lengua y yo hice lo
mismo. El beso de sangre nos unió en un desenfrenado juego que nos
consumía como lo hace el fuego con la leña. De inmediato dejamos de
llorar para permitir a nuestras manos acariciarnos y a nuestras almas
fundirse. Sus mejillas se encendieron debido al calor que sentía por
las emociones vividas y las que estaban por nacer. Por mi parte
también. Comencé a arder por la lujuria de ese hilo sagrado que
sólo los amantes nos regalábamos.
Esa noche nos perdonamos en silencio.
No nos fundimos en un momento glorioso como podríamos gracias a los
avances de Freed, pero tampoco lo necesitábamos. Requeríamos tiempo
para conversar, para caminar por las calles cercanas a la vivienda y
por sentirnos orgullosos el uno del otro.
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