Querida soledad:
Sé que estamos unidos en la eternidad mas fui tan dichoso en los momentos que no pasamos juntos, aquellos en los que me pude contemplar en la mirada de un semejante. Sé que la sociedad me aísla, me agobia y envenena de una forma brutal. También que sólo soy un triste profesor de instituto y que poco o nada importa si no me siento comprendido. Las sonrisas no aparecen por mis labios de sabor amargo y me hallo ante el escritorio mientras las pareces caer sobre mí aplastando mis esperanzas. En el trabajo no me siento realizado, lo sabes, y sé que soy un cobarde porque siempre dominado por el demonio del terror. Jamás he sentido el amor hasta hace unos meses, pude notar como todo se evadía, como perdía en contacto con la realidad y me encarcelaba en una fantasía entre las sábanas de mi cama.
Hace cuatro años que doy clases en el mismo instituto, no he cambiado de localidad y me siento enjaulado en un día a día asombrosamente idéntico al anterior. Nunca he sido conformista, he deseado siempre ir a más y tocar los sueños para luego alcanzarlos. Me labré un futuro con ahínco tras años malos en la facultad y terminé aprobando unas oposiciones con algo de dificultad, pero logré mi meta y me sentí satisfecho. Pero si miramos bien el pasar del tiempo, mis relaciones con los demás y en el trabajo, soy alguien sombrío con una aureola de estigmatizado con la amargura. Mis ojos oscuros escrutan un futuro nada halagüeño hasta aquellos instantes. Entré en mi clase como cada mañana a darle clases a una pandilla de sanguijuelas que me hervían la sangre y absorbían mi paciencia, y en esos instantes mi vida dio un giro de ciento ochenta grados dejándome sin aliento.
Rondaba la navidad y un alumno nuevo había entrado en clase; decían que venía expulsado de otro centro por su aptitud y yo ya me imaginaba su semblante, nada diferente a la pandilla de mocosos sin futuro a los que les intentaba enseñar el amor por las letras. Entonces lo vi sentado al principio de la fila con sus manos sobre una libreta y el libro de literatura. El timbre había sonado minutos atrás y su mirada parecía perdida en los entresijos de la persiana. El resto deambulaba por la clase sin percibir mi presencia, dejé mis libros sobre mi mesa y él alzó su profunda mirada de color océano sobre mi. Era de los denominados siniestros, oscuros, góticos vaya a saber de que secta había salido; esas fueron mis primeros pensamientos al observar sus abalorios y ropajes. Pero el chico parecía inteligente y educado; permanecía como un ángel de un cementerio olvidado, pues no se movía de su cometido aunque las malas hierbas rondaran su túnica.
Desde que entré en el centro se fundió el rumor más perverso, el de mi homosexualidad, a mi poco me importaba pero a mis alumnos sí. Mis propios compañeros me preguntaron sutilmente que había de cierto en aquello, pero jamás les respondí porque me pareció un asunto privado. A decir verdad, sí, soy homosexual y es un peso que llevo sobre mis espaldas. No soy capaz de hablar del tema con profundidad sin tartamudear o balbucear palabras sin sentido. Como ya te he dicho mi querida amiga, soy un mártir de mis propios miedos y el peor de todos es la sociedad.
Durante un par de meses lo observaba mientras les dejaba hacer ejercicio, mi primera impresión de chico brillante no había fallado. Pedí el informe del anterior centro, el porqué había sido enviado al nuestro y los problemas que había derivado su aptitud. Según decían las líneas era un joven rebelde, no dejaba que encarcelaran sus ideas y le aprisionaran aplastándolo con juicios preconcebidos. En las hojas constaba su odio irracional hacia lo católico y todo aquello que se pusiera en su camino. Su trabajo en mi clase era excepcional y solía incrustar mi mirada en sus papeles dispersos en la mesa, supe entonces que escribía algo parecido a unas memorias. Poco a poco el tiempo pasaba, las clases me asfixiaban y un día sobre mi mesa encontré unas hojas con una pequeña anotación: “Deseo que me de su punto de vista, necesito que alguien con conocimiento lo lea. Atentamente Alejandro”. Eran unas cinco páginas con una letra legible, clara y sin ninguna falta de ortografía a la vista. Se trataba de un pequeño prologo de una novela, era sobre dios y el diablo, el eterno paradigma del bien y el mal junto con la realidad más desoladora y terrible de esta sociedad demacrada. Las inquietudes juveniles, el caos mental, la ignorancia de unos padres, el deseo de volar y tocar el infinito junto con un deseo exacerbado en la muerte como único remedio. El amor era de sabor agridulce y sólo tenía unas escasas líneas dotadas de magistral belleza: “Sé que el amor jamás vendrá a mi, yo tampoco lo buscaré. Sé que es algo que debe surgir, pero yo estoy cansado de esperar para que luego en un instante se marche.”. Me hizo sentir vivo y en pocos minutos una leve sonrisa engalanaba mi rostro. Me llevé su pequeña obra a casa y sin permiso hice fotocopias, la dejé junto a una fotografía suya en el cajón de mi escritorio mientras ardía en deseo de abrazar su débil cuerpo.
Era un joven no muy alto, no más del metro setenta de estatura, ojos claros y labios gruesos envuelto todo en una piel suave tan blanquecina como la de un vampiro. Sus ropas anchas llenas de cadenas, pinchos y cinturones lo amortajaban como un difunto entre los vivos. Mi juego favorito era desnudarlo en mi imaginación, sentir la humedad de su boca y el deseo encolerizado de su entrepierna. Pero todo era imposible, ¿Cómo un hombre de treinta años iba a terminar siendo el amante de un chiquillo de diecisiete? La edad nos dividía y seguramente la sexualidad. Su mirada me corrompía en clase y no podía explicar con todas mis facultades puestas en el libro y la tiza, había incluso llegado a sentarme en medio de una explicación y mandar ejercicios para que sus ojos no se fundieran en mi cuerpo. Deseaba hacerlo mío, mío para siempre y no como los demás rufianes que poblaban mi cama noche tras noche. Era un vividor, fuera de aquel edificio de enseñanza secundaria era un borracho juerguista que intentaba ahogar sus penas.
Llegó san Valentín y hubo una carta para mí en el buzón, pocos sabían mi dirección aunque vivía relativamente cerca del centro. Aquellas palabras me sedujeron, me hicieron sentirme halagado y con las esperanzas de que se pareciera a las letras de Alejandro. Al subir a mi apartamento busqué su pequeña historia y lo comprobé, había parecido y el rostro se iluminó por un instante. Durante los recreos siguientes conversaba con él de arte, filosofía, música y literatura. Un día me atreví a invitarlo a tomar un café y debatir sobre Gracilazo, aceptó y fui el hombre más feliz sobre la faz de la tierra. Días más tarde en un asombroso giro del destino lo tenía en mi cama, desnudo y tiritando ante el pavor de su primera vez. No podía creerlo, no por mi aspecto físico que según mis compañeras era envidiable y aparentaba menos edad, sino por el hecho de que éramos profesor y alumno. Cabalgué sobre su cuerpo, rodeé su torso y bebí de su fruto prohibido. Era una sensación mágica, como volar.
Nos seguimos viendo tras aquello, con más fuerza, más deseo y profesándonos amor hasta que un día fatal faltó a clases. Pensé que simplemente había hecho pellas o estaba enfermo para luego llevarme el mazazo de que se había quitado la vida. según él yo era lo único que le brindaba un lazo de unión con una realidad menos cruel, más afable. Pero una discusión con sus padres sobre su afición a la escritura derivó a otra por su vestimenta y de ahí a su sexualidad solo hubo un paso. Se marchó de casa y se arrojó desde un séptimo piso. Hace unas semanas de esto y aún siento el sabor de su piel en mi lengua. Ves como eres una maldita embustera, como me corrompes y me llenas de insufrible dolor. Eres patética y tan sólo te hace feliz verme llorar aferrado a su chaqueta que una vez se dejó olvidada. Eres injusta y traicionera, detestable soledad.
Sé que estamos unidos en la eternidad mas fui tan dichoso en los momentos que no pasamos juntos, aquellos en los que me pude contemplar en la mirada de un semejante. Sé que la sociedad me aísla, me agobia y envenena de una forma brutal. También que sólo soy un triste profesor de instituto y que poco o nada importa si no me siento comprendido. Las sonrisas no aparecen por mis labios de sabor amargo y me hallo ante el escritorio mientras las pareces caer sobre mí aplastando mis esperanzas. En el trabajo no me siento realizado, lo sabes, y sé que soy un cobarde porque siempre dominado por el demonio del terror. Jamás he sentido el amor hasta hace unos meses, pude notar como todo se evadía, como perdía en contacto con la realidad y me encarcelaba en una fantasía entre las sábanas de mi cama.
Hace cuatro años que doy clases en el mismo instituto, no he cambiado de localidad y me siento enjaulado en un día a día asombrosamente idéntico al anterior. Nunca he sido conformista, he deseado siempre ir a más y tocar los sueños para luego alcanzarlos. Me labré un futuro con ahínco tras años malos en la facultad y terminé aprobando unas oposiciones con algo de dificultad, pero logré mi meta y me sentí satisfecho. Pero si miramos bien el pasar del tiempo, mis relaciones con los demás y en el trabajo, soy alguien sombrío con una aureola de estigmatizado con la amargura. Mis ojos oscuros escrutan un futuro nada halagüeño hasta aquellos instantes. Entré en mi clase como cada mañana a darle clases a una pandilla de sanguijuelas que me hervían la sangre y absorbían mi paciencia, y en esos instantes mi vida dio un giro de ciento ochenta grados dejándome sin aliento.
Rondaba la navidad y un alumno nuevo había entrado en clase; decían que venía expulsado de otro centro por su aptitud y yo ya me imaginaba su semblante, nada diferente a la pandilla de mocosos sin futuro a los que les intentaba enseñar el amor por las letras. Entonces lo vi sentado al principio de la fila con sus manos sobre una libreta y el libro de literatura. El timbre había sonado minutos atrás y su mirada parecía perdida en los entresijos de la persiana. El resto deambulaba por la clase sin percibir mi presencia, dejé mis libros sobre mi mesa y él alzó su profunda mirada de color océano sobre mi. Era de los denominados siniestros, oscuros, góticos vaya a saber de que secta había salido; esas fueron mis primeros pensamientos al observar sus abalorios y ropajes. Pero el chico parecía inteligente y educado; permanecía como un ángel de un cementerio olvidado, pues no se movía de su cometido aunque las malas hierbas rondaran su túnica.
Desde que entré en el centro se fundió el rumor más perverso, el de mi homosexualidad, a mi poco me importaba pero a mis alumnos sí. Mis propios compañeros me preguntaron sutilmente que había de cierto en aquello, pero jamás les respondí porque me pareció un asunto privado. A decir verdad, sí, soy homosexual y es un peso que llevo sobre mis espaldas. No soy capaz de hablar del tema con profundidad sin tartamudear o balbucear palabras sin sentido. Como ya te he dicho mi querida amiga, soy un mártir de mis propios miedos y el peor de todos es la sociedad.
Durante un par de meses lo observaba mientras les dejaba hacer ejercicio, mi primera impresión de chico brillante no había fallado. Pedí el informe del anterior centro, el porqué había sido enviado al nuestro y los problemas que había derivado su aptitud. Según decían las líneas era un joven rebelde, no dejaba que encarcelaran sus ideas y le aprisionaran aplastándolo con juicios preconcebidos. En las hojas constaba su odio irracional hacia lo católico y todo aquello que se pusiera en su camino. Su trabajo en mi clase era excepcional y solía incrustar mi mirada en sus papeles dispersos en la mesa, supe entonces que escribía algo parecido a unas memorias. Poco a poco el tiempo pasaba, las clases me asfixiaban y un día sobre mi mesa encontré unas hojas con una pequeña anotación: “Deseo que me de su punto de vista, necesito que alguien con conocimiento lo lea. Atentamente Alejandro”. Eran unas cinco páginas con una letra legible, clara y sin ninguna falta de ortografía a la vista. Se trataba de un pequeño prologo de una novela, era sobre dios y el diablo, el eterno paradigma del bien y el mal junto con la realidad más desoladora y terrible de esta sociedad demacrada. Las inquietudes juveniles, el caos mental, la ignorancia de unos padres, el deseo de volar y tocar el infinito junto con un deseo exacerbado en la muerte como único remedio. El amor era de sabor agridulce y sólo tenía unas escasas líneas dotadas de magistral belleza: “Sé que el amor jamás vendrá a mi, yo tampoco lo buscaré. Sé que es algo que debe surgir, pero yo estoy cansado de esperar para que luego en un instante se marche.”. Me hizo sentir vivo y en pocos minutos una leve sonrisa engalanaba mi rostro. Me llevé su pequeña obra a casa y sin permiso hice fotocopias, la dejé junto a una fotografía suya en el cajón de mi escritorio mientras ardía en deseo de abrazar su débil cuerpo.
Era un joven no muy alto, no más del metro setenta de estatura, ojos claros y labios gruesos envuelto todo en una piel suave tan blanquecina como la de un vampiro. Sus ropas anchas llenas de cadenas, pinchos y cinturones lo amortajaban como un difunto entre los vivos. Mi juego favorito era desnudarlo en mi imaginación, sentir la humedad de su boca y el deseo encolerizado de su entrepierna. Pero todo era imposible, ¿Cómo un hombre de treinta años iba a terminar siendo el amante de un chiquillo de diecisiete? La edad nos dividía y seguramente la sexualidad. Su mirada me corrompía en clase y no podía explicar con todas mis facultades puestas en el libro y la tiza, había incluso llegado a sentarme en medio de una explicación y mandar ejercicios para que sus ojos no se fundieran en mi cuerpo. Deseaba hacerlo mío, mío para siempre y no como los demás rufianes que poblaban mi cama noche tras noche. Era un vividor, fuera de aquel edificio de enseñanza secundaria era un borracho juerguista que intentaba ahogar sus penas.
Llegó san Valentín y hubo una carta para mí en el buzón, pocos sabían mi dirección aunque vivía relativamente cerca del centro. Aquellas palabras me sedujeron, me hicieron sentirme halagado y con las esperanzas de que se pareciera a las letras de Alejandro. Al subir a mi apartamento busqué su pequeña historia y lo comprobé, había parecido y el rostro se iluminó por un instante. Durante los recreos siguientes conversaba con él de arte, filosofía, música y literatura. Un día me atreví a invitarlo a tomar un café y debatir sobre Gracilazo, aceptó y fui el hombre más feliz sobre la faz de la tierra. Días más tarde en un asombroso giro del destino lo tenía en mi cama, desnudo y tiritando ante el pavor de su primera vez. No podía creerlo, no por mi aspecto físico que según mis compañeras era envidiable y aparentaba menos edad, sino por el hecho de que éramos profesor y alumno. Cabalgué sobre su cuerpo, rodeé su torso y bebí de su fruto prohibido. Era una sensación mágica, como volar.
Nos seguimos viendo tras aquello, con más fuerza, más deseo y profesándonos amor hasta que un día fatal faltó a clases. Pensé que simplemente había hecho pellas o estaba enfermo para luego llevarme el mazazo de que se había quitado la vida. según él yo era lo único que le brindaba un lazo de unión con una realidad menos cruel, más afable. Pero una discusión con sus padres sobre su afición a la escritura derivó a otra por su vestimenta y de ahí a su sexualidad solo hubo un paso. Se marchó de casa y se arrojó desde un séptimo piso. Hace unas semanas de esto y aún siento el sabor de su piel en mi lengua. Ves como eres una maldita embustera, como me corrompes y me llenas de insufrible dolor. Eres patética y tan sólo te hace feliz verme llorar aferrado a su chaqueta que una vez se dejó olvidada. Eres injusta y traicionera, detestable soledad.
Imagen: __Yaoi_50___no_8__Shounen__by_byouyuuken
1 comentario:
Me ha encantado, me ha emocionado incluyo mucho más allá del morbillo sexual. Si recordara cómo llorar lo hubiera hecho.
Sigue así ;)
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