Pelo Rojo
Parte I
Nací en Italia, esa magnífica dama del Mediterráneo. Un lugar donde se puede perder en la belleza de sus cordilleras o en lo majestuosos restos arqueológicos de épocas pasadas. Cuna de arte, de artistas y mecenas. En mi país se sentían sucesos donde nos enfrentábamos con otros lugares, caíamos en las armas y el mundo estallaba. El sonido de las pistolas, cañones y sables era insufrible. Esto se agravaría con el paso de las décadas, pero no es la historia de mi pueblo la que vengo a contaros sino mi infancia.
Era de una familia acomodada, mis padres nos dieron la mejor educación a mi y a mis hermanos. Intentaba que él se sintiera orgulloso de nosotros, que su brillante carrera fuera para nosotros un honor y un punto de referencia importante. El primogénito fue Julio, consiguió seguir los pasos en la empresa familiar. Francisco, el segundo de todos ellos, se labró un futuro e hizo un negocio propio. María se casó con un adinerado general, cosa que hizo muy feliz a mi padre. Héctor viajó a América e hizo raíces allí. El único que no había conseguido nada era yo. Tenía diecisiete años, era el menor y nadie esperaba gran cosa de mí. Decidí tomar los votos y encerrarme en un monasterio por un tiempo, después si era posible hacerme con una pequeña iglesia y allí pasar mis días. Sin embargo, mis dotes artísticas no pasaban por alto de los ojos de mi madre y de curiosos. En el claustro me dediqué a evolucionar mis pinturas, mi noble arte, aunque me sentía extraño.
Una noche cualquiera llegó al lugar un hombre pidiendo que le dejáramos descansar en el lugar, pagó una fuerte suma de dinero y tomó una de las habitaciones que no tenía ventana. Desde su llegada lo estuve observando tras las rejas de mi celda, daban al patio y allí estuvo aquel imponente pelirrojo observando todo con desgana. Sus manos trazaban bocetos extraños, al menos así los veía, parecían desnudos griegos y mitología abundante en otras religiones. Me santigüé, si el hermano superior lo veía con aquellas láminas las quemaría y lo expulsaría. Se quedó tan sólo un día, no tuve oportunidad de verle y pensé que jamás volvería a hacerlo. Sin embargo, antes de su partida me entregaron un sobre lacrado, al abrirlo pude contemplar mi propia figura con una de mis sotanas. En el dibujo llevaba alas y en mi mirada había algo novedoso, un brillo especial del cual yo carecía.
Pasaron meses, un año aproximadamente, y decidí cambiar de aires. Desde aquella noche en la que fui un mero espía, un estúpido cotilla que buscaba saciar su morbosidad y curiosidad exacerbada, no pude dormir en calma. Me excitaba, algo en mí reaccionaba y eso me torturaba. Mi espalda fue azotada con mi látigo en más de una ocasión, más bien cada noche, después rezaba el rosario y me tumbaba llorando en la cama. Al despertar todo volví a empezar y cada vez era peor. No podía controlarme, así que quise irme lejos de allí y de los recuerdos. Opté por una iglesia pequeña, en Venecia, y allí aplaqué mi sed de sexo. Era una virginal criatura, por así decirlo, no conocía los placeres carnales pero los ansiaba, si bien conseguí disminuirlos y enterrarlos.
Era feliz en aquel lugar, una sonrisa brillaba con cada nuevo día. Mi rostro era afable, al igual que mis acciones. Jamás hablé de un dios que castigaba a sus criaturas, sino de un padre bondadoso y leal. Me sentía complacido con mi vida. Tenía veintidós años, aún era joven y mis feligreses acudían a mí para que fuera su consejero. Lo que hacía me llenaba de una forma increíble. Si bien todo se oscurecería, todo quedaría relegado a la nada más ruin y cruel.
Eran las doce del medio día, una de mis feligresas entró en la iglesia buscándome. Estaba desencajada, los ojos desorbitados y proclamaba que a su hijo lo había seducido el diablo. En aquella época los exorcismos estaban a la orden del día, muchos de nosotros sabíamos sacar al demonio del cuerpo del individuo y darle paz mediante métodos de amor a Dios. Ella se llamaba Paula, su hijo Jonás se encontraba en la cama aquejado de fuerte fiebre y sudaba. La mujer me contaba que la luz del día le dañaba, pero no le quemaba. Estaba pálido y tan sólo repetía una y otra vez el nombre de Lucifer. Según ella tenía varias marcas en el cuerpo, arañazos y un golpe en el rostro.
Intenté tranquilizarla por el camino, sin embargo era imposible. La mujer terminó desmayándose a escasos metros de su casa, tuve que tomarla en brazos mientras su marido me ayudaba. Su hijo mayor me acompañó al cuarto donde se hallaba su hermano, allí Jonás de dieciséis años se mostraba como un cadáver con un hilo de vida. Sus ojos estaban vacíos de brillo vital y opacados, le había sobrevenido una ceguera, sus labios estaban secos mientras su frente estaba húmeda por el sudor. Sus cabellos se pegaban a su torso desnudo, al igual que su cuerpo, tan sólo una sábana lo arropaba. Me fijé en como tenía apretada con sus escasas fuerzas la tela de la cama. Su hermano lo ató, para que parara de moverse y comencé a rezar arrodillado frente a él. Coloqué un rosario en su pecho y una ostia en su frente, seguí el rezo y cuando llegó el momento pedí un cuenco, vertí en el agua vendita y mojé el pan. Apreté las manos del joven que aún intentaba zafarse de aquel agarre. Cuando le guité el crucifijo respiró profundamente y feneció.
-No he conseguido salvarte, pero tu alma quedó libre y podrás llegar al cielo.-besé su mejilla y me alcé para caminar hacia donde se encontraban sus padres. Su hermano lo desató y dio orden de que lo lavaran, su rostro era la tristeza personificada.
Al día siguiente oficiamos una misa por su alma, después lo llevamos al cementerio y allí lo enterramos. Todos mis feligreses lo conocían, era un muchacho trabajador y honesto. Carpintero como José, habilidoso y afable que el destino quiso apartar de las maravillas del mundo. Una autentica lástima tener que enterrar personas tan jóvenes. Sin embargo, no fue el único y hubo más casos. Entonces comenzó a llenarse cada vez más mi iglesia, se había convertido en el punto de reunión de cientos de fieles, hasta que ataron cabos y observaron que todos eran feligreses habituales de mi templo. Poco a poco me quedé solo, todos hablaban del cura hechizado y de un pacto que yo había hecho con el demonio.
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