"La vida es un espectáculo, por ello brillemos aunque sea por unos segundos. Yo sobreviviré hasta que decida que ya no vale la pena luchar. Nadie puede cambiarme, nadie puede lograrlo."
Capítulo
6.
La
olivetti.
El
tecleo incesante de aquellas pequeñas piezas oscuras con números y
letras desgastados, los cuales en algún tiempo fueron pintados con
un blanco llamativo, estaban produciendo dolor de cabeza a todo el
vecindario. Eran más de las dos de la mañana y aquel ruido se
propagaba por los conductos del aire del edificio. El crujido de su
silla también se hacía notar, igual que los gritos por la
frustración. Sus ojos se movían como los de un animal enjaulado. El
sudor frío corría por su frente hasta su quijada, quedando
finalmente sobre las teclas. Gota a gota en aquella noche sofocante
de nervios y escaso tiempo podía sentir cientos de miradas
clavándose como cuchillas en su nuca, ancha espalda y costados.
El
olor grasiento de los huevos revueltos revoloteaba en la sartén
arrojada de mala forma al fregadero, el cual volvía a estar
acumulado por trastos sin fregar desde hacía días. El zumbido de
las moscas sobre los desechos era también una música que no cesaba.
Traspiraba cada vez más y el foco de la lámpara casi achicharraba
sus pestañas. Recordaba aquellos días a la perfección y debía
plasmarlos.
Pronto
se quejaron varios vecinos, golpeaban su puerta sin parar
amenazándolo con ir a la policía. El humo del cigarrillo se
expandía por la habitación en los escasos segundos que meditaba la
nueva línea, los mismos en los cuales creían, los ingenuos
inquilinos y vecinos de Travis, que este pararía al fin y les
dejaría dormir.
Tras
cinco largas horas y con los dedos cansados se apartó de la mesa,
echó a caminar con su bastón por la habitación con un vaso de
whisky en su mano. El hielo tintineaba rogando que dejara de agitar
el contenido. Sus ojos eran los de un loco y no paraban de vigilar su
arma, una pistola que había comprado días atrás a un chico en los
barrios más bajos.
En
un rápido movimiento tiró el vaso, tomó el arma y se voló los
sesos. Cayó desplomado contra el suelo mientras por su boca y nariz
salía el humo de aquel disparo. Al fin había recuperado la memoria,
igual que el amor endiablado por el único ser humano que le hizo
feliz a medias, y sopesando bien la mentira, los perjuicios y que él
ya no tenía nada valioso salvo su vida, decidió quitársela antes
que otros lo hicieran. Se había condenado al escribir sus memorias.
Los
hombres que se mostraban en los archivos de periódico, esos
intachables empresarios y grandes políticos, tenían las manos
manchadas de sangre, cocaína y prostitución. Una red de blanqueo de
dinero en la construcción, el ocio e infinidad de empresas de
sectores industriales, farmacológicos e incluso alta costura. La
ciudad estaba podrida porque una manzana había echado a perder todo
el cesto. Él no podía hacer nada, los jueces estaban comprados y
los mejores sicarios trabajaban para hombres sin escrúpulos. Era un
gato acorralado que enseñaba aún fiero sus uñas, por ello prefirió
quitarse él la vida antes que otro se la llevara a cambio de un fajo
de billetes.
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