Aquí tienen un poco de placer de tres, amor para tres, placer con tres almas... tres...
Lestat de Lioncourt
Había deambulado nuevamente por New
Orleans después de sus huidas a diversos lugares de Europa. París
fue tan sólo el punto de partida. Sin él pretenderlo estaba
emprendiendo una búsqueda incesante de Rowan, con el corazón roto y
sin esperanzas. Vacío, cansado, angustiado y dolido se refugió de
nuevo en ser la muerte y el diablo bailando al mismo son por las
calles de su vieja ciudad. ¿Amar New Orleans? Nadie amaba ese lugar
que él mismo. Sus calles, el ambiente que se vivía en los
abarrotados cafés al caer la tarde, el aroma de los dondiegos y el
azahar, el sentimiento de libertad que se hallaba en cada esquina
invitándole a conocer mentiras, verdades y cualquier capricho
pasajero. Era un lugar de contrastes donde había sido inmensamente
feliz y por supuesto había tenido sus derrotas, así como su
debacle.
La noche era cálida, casi veraniega, y
llevaba tan sólo un traje blanco con la camisa azul celeste algo
desabrochada. Podía verse con claridad su largo cuello, las
clavículas marcadas y parte de su torso. Llevaba las manos metidas
en los bolsillos, dándole un aire descuidado y canalla, y caminaba
por la ciudad como si fuera su dueño. Tenía el cabello rizado,
completamente revuelto, y caía por sus hombros hasta la cruz de su
espalda. Sus lentes violetas estaban colocadas en la punta de la
nariz, igual que un bohemio, y sonreía satisfecho por el calor
agradable de su última víctima.
Entonces, como si Dios mismo lo hubiese
querido, ella apareció. Estaba casi desnuda, o al menos eso
aparentaba con aquella indumentaria, al llevar tan sólo un vestido
escotado en v, el cual a duras penas cubría sus pechos llenos y
turgentes, mientras que la falda quedaba corta, muy por encima del
medio muslo. Su cabello pelirrojo destacaba suelto, ondulado, vivo
como una llama y contrastando con la pureza de la tela blanca con
lentejuelas. Sus vertiginosos tacones no eran problema para ella.
—Hola Jefecito—dijo con una
seductora, pero dulce, sonrisa mientras caminaba hacia él
desenvuelta y firme.
Él no dudó en echarse a reír. Era la
primera vez en año que no discutían desde la primera frase. Su
aspecto aniñado se mezclaba en la imagen de una loba, una devora
hombres, muy seductora y encantadora. Su carmín rojo los perfilaba
en forma de corazón y que provocaban en él deseos de besarla.
—Mona, brujita, ¿qué haces por las
calles sola sin tu Abelardo?—preguntó inmóvil para permitir que
ella caminara, deleitándose así con sus largas piernas y el
contoneo de su cintura—. Una chica como tú no debería estar sola.
—¿Crees que me pierda?—susurró
estirando sus brazos para acariciar las solapas del traje de Lestat.
Lo miró de forma hipnótica y atrayente, para luego dejar una caída
de párpados sensual y provocadora—. Jefecito ¿y si me pierdo?
¿Qué harás?
—Encontrarte para meterte en mi
cama—respondió antes de besarla estrechándola contra él.
Se dejó rodear con sus brazos,
permitiendo que él disfrutara del sabor de su boca, mientras pegaba
sus senos al torso del príncipe de los vampiros. Lestat no quería
pensar en Rowan, su huida, y la decadencia que ella le había hecho
gozar. Sin duda él necesitaba beber de la vida y Mona era la vida
misma.
—¡Lestat!—el encanto del momento
lo rompió una voz conocida que le hizo apartar sus manos de ella,
como si le quemara aquel pequeño cuerpo, para ver a su hermanito
allí de pie con la rabia contenida—¡Qué demonios hacen!
—Quinn... empezó él—susurró
corriendo a sus brazos mientras esperaba salir bien librada.
—Besarla, del mismo modo que te besé
a ti en un callejón hace unas semanas—respondió con franqueza—.
Disfrutar de su voluptuosa figura, su seductor aroma y esa magia que
hace con la lengua.
—¡Canalla!—gritó furioso.
—Quinn ¿te has besado con
él?—preguntó frunciendo el ceño mientras se apartaba de su
pareja—. ¡Quinn!
—Sí, y no sólo eso—dijo con una
seductora sonrisa, de esas francas y perversas, mientras se miraba
las uñas de la mano derecha en un gesto que intentaba quitar
importancia a todo lo demás—. Tuvimos sexo—pero, no le quitó
importancia sino que agrandó la herida.
—¡Quinn! ¡Dime que no es
cierto!—dijo en un tono más molesto.
—Tengo una forma de remediar
esto—comentó con calma acercándose a ambos para observarlos como
si fueran dos obras de arte perfectas.
Odiaba verlos discutir por algo que, en
su opinión, no merecía la pena siquiera malgastar un par de
segundos. Tomó a Tarquin del rostro observando sus profundos y
felinos ojos azules, tan azules como el cielo en pleno verano, e hizo
que se inclinara suavemente hacia él. Frente a Mona, la cual observó
atónita y atenta, besó sus labios hundiendo su lengua en ellos.
Eran unos labios gruesos, aunque masculinos, y en su boca aún
existía cierto sabor a carmín. Los dedos largos dedos de Lestat
presionaban los pómulos de su buen amigo, casi su discípulo,
mientras él respondía aquel beso sin oponer demasiada resistencia.
Aquel caballerito bien vestido con un
traje elegante de corte clásico, con una camisa blanca y unos
zapatos lustrosos caía rendido ante la rebeldía de su héroe.
Porque eso era para él. Lestat era el héroe de muchos jóvenes
vampiros, también la gran pesadilla, y el dolor de cabeza de los más
antiguos.
—Podemos darnos amor incesantemente
ésta noche o discutir quien ha cometido el mayor pecado—susurró
cerca de su boca mientras lo miraba sin perder detalle de sus labios
suavemente abiertos, su expresión dulce y sus ojos cerrados
esperando un segundo—. Tengo una residencia cerca de aquí.
—Jefecito... —murmuró sin saber
como encajar aquello—¿Qué nos estás proponiendo?
—Amor, lujuria y placer—dijo
bajando sus manos por el rostro de Quinn hacia su cuello, acariciando
la camisa con la punta de sus dedos, para luego apartarse y girarse
hacia ella—. Hablo de hacerte gemir, cherie. De provocarte tal gozo
que no puedas apartarte jamás de nosotros—su acento francés salió
a flote como si fuera un corcho en medio del mar.
Tomó a Mona por la cintura rodeándola
con el brazo derecho, la miró como si fuera una presa y besó sus
labios mientras Quinn dejaba que su boca rodara por su cuello y sus
hombros. Estaban en mitad de una calle, poco concurrida debido a lo
estrecha que era, pero algún que otro transeúnte se quedaba viendo
la escena y escuchando atónitos la conversación.
—Mi hermanito lo ha entendido a la
perfección ¿tú aún no?—susurró antes de apartarse para echar a
caminar con las manos en los bolsillos—Vamos, mi vivienda sigue
donde la dejé hace años. La mansión no es segura ante tantos ojos
y la verdad, para ser sinceros, prefiero mi propio refugio.
Ambos se miraron durante varios
segundos en silencio, para después caminar tras él como habían
hecho en otras ocasiones. La noche era agradable y las plataneras se
movían en el jardín trasero de la vivienda. El césped se veía
cuidado, igual que cada una de las plantas que daban vida a ese
pequeño paraíso, pero él no se permitió deleitarse con los aromas
y sensaciones. Lestat tenía grandes ideas en mente.
Lestat siempre había deseado a ambos y
sentido un amor profundo por aquellas criaturas; ellos caminaban
observando su espalda con sus hombros caídos y sus manos en los
bolsillos. Quinn adoraba a al irreverente vampiro que solía tratarlo
como a un hermano pequeño, pues para él era un héroe y casi un
Dios entre los susyos; Mona lo deseaba desde el primer momento en el
cual puso sus ojos claros en ella.
Por unos instante los ojos azules de
Tarquin se dedicaron a recordar, con cierto aire melancólico,
aquella morada. La fuente era un murmullo agradable, el movimiento de
las plataneras alzándose hacia el cielo oscuro de New Orleans, y las
escaleras que él mismo había tomado para entrar como ladrón en la
vivienda de la leyenda. Aquellos primeros segundos, en los cuales
sintió una emoción propia de cualquier joven que conoce a su gran
ídolo, volvieron a él convirtiéndolo en un hombre nervioso, con
una leve sonrisa soñadora, y cierto deseos deseos oscuros.
—Iremos al dormitorio principal—dijo
subiendo por la escalera mientras acariciaba el pasamanos.
La vivienda resplandecía con luz
propia. Las hermosas molduras del techo destacaban gracias a las
elegantes lámparas que colgaban encendidas y magníficas. Los
muebles estaban tal como él había indicado su disposición hacía
décadas; algunos de ellos los había elegido para Louis, a su gusto,
y ahora estaban allí como testigos silenciosos de un amor que se
truncó.
Los dedos blancos de uñas
deslumbrantes de Lestat jugaban con las vetas, sus pasos eran
terriblemente seductores, y él sabía que no iba a elegir. Quería
quitarles la ropa mientras su alcoba se convertía en paraíso de
amor, pasión y celos. Los secretos que ocultarían sus besos se
enterrarían en un delicioso recuerdo.
—Lestat...—susurró sosteniendo la
mano de su Ofelia Inmortal, la cual observaba fascinada el movimiento
hipnótico de su creador. Podía hundirse en el aroma de Tarquin y
rogar que las manos de Lestat la cubrieran. Él, sin embargo, quería
correr hacia la habitación y esconderse avergonzado por la
excitación que ya corría como un delicioso hormigueo por su nuca.
Su invitado de lujo se giró, los
observó con todo el amor que ocultaba en su pecho, y rió
acercándose a ambos para tomar el rostro de su hermanito entre sus
manos. Le fascinaba esa sensación de inseguridad que notaba en él.
Mona se soltó de las manos de su eterna pareja para echar sus brazos
hacia él.
—Jefecito, ¿crees que podrás con
ambos?—dijo echándose a reír antes de sentir los besos suaves,
tiernos y fríos que erizaron su piel. Lestat sabía donde besar,
sobre todo si era su cuello y sus clavículas.
—Pregúntate mejor si podrás
soportar a dos hombres apasionados como nosotros—sentenció
apartándose de ellos para terminar de subir la escalera.
Al fondo del pasillo, tras numerosos
cuadros pintados al óleo, se encontraba una habitación ricamente
decorada. La cama era amplia y poseía una colcha de color borgoña,
varias almohadas y un par de mesillas de noche que sostenían
lámparas de plata muy elegantes. Las hermosas vistas de la avenida
quedaban ocultas por unas gruesas cortinas, ya que estaban aún
echadas.
Lestat se aproximó a Mona comenzando a
quitarle la ropa, Quinn comenzó a quitársela a él. Las manos se
mezclaban. Los dedos de ella acariciaban los rizados cabellos negros
de su noble Abelardo, los besos de él eran para el cuello de Lestat
mientras que él buscaba como deshacerse de la escasa ropa que
cubrían los senos de su hija inmortal. Era tres diablos buscando el
edén entre caricias, besos y agradables sensaciones que los
envolvían con lujuria.
Se precipitaron a la cama desnudos
dejando que ella estuviera entre ambos. Sus bocas se buscaban
mientras las manos de Lestat pellizcaban los pezones de Mona y las de
Quinn se deslizaban entre sus muslos. Atendida por dos amantes
fogosos que compartían su amor con ella, sin prisas y sin ataduras.
Los cabellos pelirrojos de Mona se perdían en las sábanas, su piel
blanca salpicada por las numerosas pecas le daban un aspecto aniñado
y tentador, mientras que sus pezones rosados se endurecían bajo
aquellos dedos largos y bien entrenados.
—Cherie—murmuró al notar como la
diestra de su pequeña brujita acariciaba su sexo, el cual ya estaba
despierto, mientras hacía lo mismo con su hermanito—Oh,
cherie—jadeó mirando los profundos ojos verdes que se
entrecerraban por el placer de las caricias. Los dedos de Quinn
palpaban su clítoris estimulándolo mientras buscaba las mejillas de
Lestat, para besarlo de forma amorosa.
Ambos movían sus caderas ayudando a
las manos de su amante. Podían notar como cosquilleaban su bajo
vientre, el sudor comenzaba a hacerse notar y sus labios se fundían
en besos interminables. La boca de Lestat terminó en el pezón
derecho de Mona así como la boca de Quinn hizo lo mismo con el otro.
Las caricias del príncipe de los vampiros, aquel maldito rebelde y
quien los había inducido a caer en sus bajas pasiones, se
concentraron en los muslos de la joven, para deslizarse después
hacia sus nalgas y hundir dos de sus dedos.
—Quinn... Jefecito...—sus labios
eran dos cerezas que pedían ser besadas hasta desgastar su color.
—Tranquila brujita, tranquila. Tienes
a dos caballeros a punto de explotar de deseos por ti—dijo entre
risas mientras él lo observaba con ciertos celos en sus pupilas, los
cuales calló levantando su rostro para besarlo; en ese momento Mona
decidió actuar.
Ella se incorporó de la cama
observándolos, ellos detuvieron un ardiente beso para contemplarla.
Se movía sensual y sumisa mientras se arrodillaba justo en el borde.
Parecía una sirena surgida de un mar de seda. Sus pezones eran
redondos, duros y gruesos; pero lo mejor de Mona era la picardía con
la cual te hacía combustionar. Terminaron sentándose en los pies de
la cama mientras ella repartía lamidas entre ambos miembros, así
como besos y pequeñas mordidas. Ellos se miraban perdidos en el
placer, jadeando y dejando que sus manos acariciaran los rizados
mechones rojos que ella poseía.
Lestat decidió incorporarse y tiró de
Quinn, quedando así los dos frente a frente. De ese modo, como si
estuvieran en mitad de un duelo, ella podía usar su lengua con ambos
y demostrar que era sin duda una experta en otorgar placer a los
hombres.
Las manos de ambos eran de pura seda y
se perdían en el pecho y la espalda de Mona. Sus bocas se fundían
en besos mientras jadeaban esperando el momento, la pequeña
oportunidad, para levantarla del suelo y hacerla de ellos. Fue su
noble Abelardo quien la levantó arrojándola a la cama, abriendo sus
piernas y lamiendo su sexo antes de recostarse en la cama y tumbarla
sobre él. Lestat rió por el impulso y lo acompañó.
Los senos de Mona rozaban los labios de
Quinn, mientras que su espalda encorbada quedaba pegada a la de
Lestat. El momento glorioso de la penetración fue terriblemente
delicioso para los tres. Ella quedó sin voz mientras clavaba sus
uñas en uno de los almohadones, ellos sin embargo la llenaban de
besos su cuerpo mientras comenzaban a moverse suavemente dentro de
ella. Por dentro, como por fuera, estaba cálida y húmeda. Las
pequeñas gotas de sudor que perlaba su cuerpo se confundían con sus
pecas, pero también se mezclaban con el sudor de sus amantes.
Aquellos dos vampiros que ella tanto amaba, los mismos que habían
cumplido su palabra de no dejarla morir, estaban matándola con el
placer que la arrastraba hacia la demencia. Los besos, palabras
inventadas y caricias iban en todas las direcciones.
Los sensuales y altos gemidos de Mona
los incitaba a ambos a convertirse en dos canallas apasionados,
buscaban sus gemidos y sus gritos de placer. Sus manos se buscaban
para ayudarse mientras se miraban a los ojos completamente cómplices.
Ella simplemente estaba ciega por el placer y el ardor que sus
miembros le ofrecían.
—Os amo—dijo Lestat justo antes de
notar que Quinn llegaba al orgasmo y arrastraba a Mona, y con ella él
quedaba vendido al placer. Los tres gemían en un tren de locura y
diversión más allá de lo posible.
Cayeron cansados en el colchón, casi
desplomados, buscándose en un inmenso lío de largos cabellos
dorados, pelirrojos y negros así como brazos y manos que necesitaban
con angustia contacto. La risa de Lestat fue lo último que se
escuchó, como si fuera un niño pequeño cargado de inocencia y
ensoñaciones, mientras su hermanito caía rendido y ella se
acomodaba entre ambos. Por primera vez no pensaba en Rowan ni en su
mala suerte, y tal vez ellos lo sabían guardando ese secreto en
miradas cómplices y delicioso silencio.
No hay comentarios:
Publicar un comentario