Todos sabemos lo que ocurrió, pero no qué pasó después. ¡Ahora sí!
Lestat de Lioncourt
—Cobarde—pronunció indignada.
Maharet se había marchado con los
restos de Santino, así como con Thorne absolutamente ciego. El
vikingo le había donado sus hermosos ojos a su creadora, la cual los
aceptó como castigo por obrar en contra de su voluntad. Había
matado a mi enemigo de forma sorpresiva, aunque ella había
dictaminado que no se podía sentenciar a un hombre que ahora era
justo. Nosotros comenzamos a discutir mientras Armand seguía
sollozando observando el suelo negruzco donde había estado de pie,
esperando sentencia, su “maestro” y “sacerdote”.
—¿Por qué?—pregunté asombrado
por juzgarme de ese modo. No comprendía porqué se giraba como una
fiera hacia mí.
—Has tenido que influenciar en un
pobre desgraciado para que cometa el crimen que deseabas desde hace
tiempo—contestó apretando los puños.
Volvía a demostrar su carácter. Quien
diga que las mujeres carecen de ira, rabia o carácter explosivo no
ha visto a Pandora en sus peores momentos. Sus ojos reverberaban una
luz que los convertía en un fuego castaño que se lanzaba sobre mí
como mil dagas. Sufría al verla así de nuevo y en mi contra. Era
amar al enemigo y el enemigo lo sabía. Podía aplastarme si quería.
—¡Santino merecía morir!—Exclamé
ahogado por la rabia— ¿Sabes cuántos de los nuestros murieron
bajo su mandato?— La pregunta era retórica. Nadie sabía bien
cuántos vampiros habían muertos achicharrados en aquellas hogueras
mientras el resto danzaba, cantaba y aplaudía.
—Los mismos que con Armand y no te
veo pidiendo su cabeza—dijo señalándolo. Él sólo se giró
aseverando la mirada.
Sabía que era un ritual. Si había
exceso de vampiros en la colonia aquellos que estaban empezando a
perder el juicio, los que ya estaban cansados de vivir o simplemente
el creador de dichos seres moría. Magnus lo hizo cuando creó a
Lestat según la tradición de la dichosa Secta de la Serpiente. Pero
una cosa es la realidad y otra cosa es mi sincera opinión. Armand lo
hizo para sobrevivir, Santino por convicción y horror.
—¡Mató a mis pupilos, incendió mis
obras y a mí mismo!— No salía de mi asombro. Ella debía saberlo
y aún así lo defendía. Aquello me hería terriblemente. Era como
si estuviese reviviendo el hecho una y otra vez. Debía pagarlo con
su vida, con su existencia, con su preciado tiempo en este mundo...
—Tú matas cada noche porque el sabor
de la sangre es delicioso, aunque no lo necesites más de una o dos
veces al mes; y has quemado a otros dejándolos huérfanos de vida,
sueños y verdad—su tono de voz era alto, pero aún no había
gritado lo suficiente.
Tenerla allí, con el cabello suelto y
esas prendas que parecía haber comprendido que pronto estaría de
riguroso luto, me hacía daño. Me dañaba verla de ese modo. Se
exaltaba como una fiera y en sí era una. Estaba a punto de echarme
las manos encima para arañarme el rostro.
—¡Mentira!— Grité.
—¡Lo hiciste con pobres vampiros que
estaban ciegos! ¡Los cuales no quisiste iluminar con la verdad, pero
sí con el fuego! ¡Cretino!—se abalanzó hacía mí y me abofeteó
con fuerza. Sus uñas rozaron mi piel y logró cortarme, aunque
debido a mi poder y antigüedad se cerraron con un leve pestañeo.
—Pandora...—suspiré casi sin aire.
—Y me dejaste abandonada para ir en
busca de conquistas y batallas. Las mismas batallas que acabaron con
cientos de vampiros carbonizados. ¿Quién eres tú para juzgar a
Santino? ¡Él al menos pidió disculpas y te salvó la vida! ¡Estás
vivo gracias a él!
Esas palabras eran dagas directas a mi
honor, orgullo y hombría. Incluso eran directas a mi fe en la
justicia. Me hacía ver como un sinvergüenza que sólo buscaba
venganza.
—¡Cállate, mujer!—mis ojos eran
fuego, como los suyos. Estaba a punto de llorar por ira y
desesperación, pero me mantuve allí en pie sin atacarla y sin
responder a ese bofetón que me había ofrecido.
—¡No pienso hacerlo! ¡No pienso
callarme! ¡Tú no eres nadie para callarme!
Nada más pronunció esas palabras se
marchó dando un fuerte portazo. Cruzó la vivienda y salió a la
nieve. La vi caminar por aquel bosque nevado antes de alzarse. Armand
se incorporó suspirando pesadamente, secándose las lágrimas e
ignorándome. Los dos me reprobaban.
No hay comentarios:
Publicar un comentario