Yo también me hubiese ido.
Lestat de Lioncourt
Radiante como un sol al amanecer,
hermosa y perfumada como las flores de un jardín en primavera,
delicada igual que las caricias que ofrecía a sus amantes y
fuerte... eso era Bianca. Una mujer dura y desafiante. Si bien ella
sabía hacer negocios mejor que cualquier otra dama de la sociedad.
Aquella época en la cual la mujer era meramente un objeto
decorativo, un florero hermoso para deslumbrar a las visitas, ella
hacía tratos con la nobleza y artistas indeterminados que acababan
siendo codiciados. Era la musa de poetas, pintores, escritores y
filósofos. Mujer de miles, pero sólo abierta de par en par para
unos pocos. Se dejaba amar, adorar y halagar; pero ella no era fémina
que vendiera barato su corazón ni el yacer entre sus sedosas
sábanas.
La amé a mi modo. Aunque mis modos son
siempre egoístas. Adoraba ir a su palacio, recorrer sus salones,
conversa con otros hombres, degustar las conversaciones poéticas y
las de simple política. Escuchaba historias sobre naufragios, pero
también sobre asaltos en los caminos y grandes eventos que iban
ocurriendo a lo largo y ancho de Italia. Estaba en casa, pero a la
vez me hallaba fuera de tiempo. Mientras me movía entre los hombres
con aquellos trajes tan estrafalarios, con pelucas empolvadas y
zapatos de tacón echaba en falta mis túnicas simples, mis sandalias
de cuero cómodas y el hablar de guerra. Ya nadie hablaba de
Alejandro Magno, pero sí de rutas de comercio.
Fui cruel. Admito que la usé. Usé a
la mujer que me salvó de aquel monstruoso incendio, la que rezó día
y noche por la salud de nuestro Amadeo, esa que se desvivía en
atenciones y que me besó cientos de veces los labios llamándome
maestro. Hice su cuerpo mi templo, de sus muslos surgieron los
mejores versos y entre sus pechos recordé como olía una mujer. Su
piel pálida, como la nieve o las azucenas, me recobró la esperanza
y a la vez fue lienzo de caricias indecentes. Sus ojos, que eran
hermosas gemas, se clavaban profundamente en mi corazón hablándome
sugestiva y excitante. Fue un revulsivo. Durante algunos años me
apoyé tanto en ella, en la mujer a la que le di la oscuridad e hice
hija mía, que se convirtió en mi lazarillo. Se lo pagué mal. No le
dije el motivo por el cual buscábamos a Pandora y ella se sintió
herida. Realmente me amaba. Me amó tanto como Amadeo, como Pandora y
como yo mismo me mamo. Mi ego, mi orgullo insano y mis mentiras me
hicieron volver a estar solo.
A veces me pregunto qué fue de ella,
pero no se deja buscar. Tampoco me he puesto a remover los cielos y
la tierra. Se fue porque me odiaba, porque no soportaba lo que yo era
realmente, ya que se vio desencantada. Si no quería quedarse, ¿para
qué buscarla? ¿Con qué fin? Con ninguno. Por eso guardé silencio
y rogué a este que me perdonara.
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