Debí ir a verlo antes...
Lestat de Lioncourt
Lo recuerdo. Recuerdo bien el escándalo
que generó nuestra amistad y mi gran pasión por ser el bohemio
insufrible. Aquello me excitaba demasiado. Siento que eran días
eléctricos y egoístas, pero tan libres como el propio viento que
recorría salvaje los bosques y no se detenía al quedar enredado
entre las copas de los árboles. No puedo dejar de rememorar todo
aquello como si hubiese ocurrido hoy mismo. Éramos jóvenes como
ahora, pero mucho más inocentes y desesperados. Soñábamos con
estar en Paría a orillas del Sena y encaramados en algún tejado.
Queríamos huir de las discusiones, los golpes y la sumisión de un
pueblo lleno de imbéciles. Deseábamos un futuro brillante, pero la
luz que había en mis ojos era el movimiento de tu pelvis contra la
mía.
La noche en la cual nos vimos las caras
otra vez, tras haber conversado en el castillo de tu padre, había
estado llorando. Decidí fugarme de mi habitación, donde me tenían
encerrado porque estaba “maldito” y poseía miles de demonios
encerrados en mi alma, porque deseaba embriagar cada pensamiento ya
que me herían demasiado. No dejaba de pensar en tu aspecto gallardo,
tu sonrisa llena de una euforia seductora y ese brilla impertinente
de unos ojos extremadamente hermosos. Para mis padres la música era
delito contra Dios si no eran partituras que alabaran la escasa
dignidad y respeto de su santas escrituras. Sin embargo, tú me
hiciste sentir que debía dejar de pensar en lo que ellos pensaban.
Mi alma estaba rota, pero decidiste
coser cada herida con besos ardientes y caricias que estaban mal
vistas. No te importó que hablasen a tus espaldas y que tus propios
hermanos se alzaran una y otra vez. Teníamos miedo a la represión,
a la división, a ser devueltos a nuestras celdas inhumanas y
violentados porque no éramos lo que nuestras familias querían. Sí,
temíamos. Pero también rezábamos a nuestros sueños con fe. Sí,
teníamos devoción mesiánica por aquel París decadente, agreste,
de olor insufrible por la humanidad concentrada en cafés y esquinas
mal iluminadas...
¿Y qué quedó? No estás. Me envías
dinero más que suficiente para tener una vida muy cómoda. ¿Crees
que quiero esta vida? Por favor, monsieur Lioncourt... ¡Yo deseo tus
ojos fieros mientras arremetes contra mi cuerpo! ¡Necesito envolver
con mis brazos tu figura mientras mis uñas se encajan en tu espalda!
¡Quiero tocar desnudo para ti mientras yaces agotado por una noche
llena de palabras blasfemas! ¡Demonios! ¡Te quiero a ti! ¡A ti!
¡Te extraño a ti! ¡No quiero estas lisonjas en pequeñas cartas
insufribles donde me hablas de tus negocios! Las detesto. Ya ni las
leo. Tampoco quiero saber tus andanzas por otros o los rumores que
corren por esa panda de vagos que tienes por amigos.
Necesito regresar a Auvernia, pero no
solo. Quiero hacerlo a tu lado. De hecho, me conformo con quedarme en
este estercolero de ingratos revolcándome junto a ellos, siendo el
mismo ganado asqueroso y brindando por un futuro incierto, aunque
sólo si es contigo. Si no es contigo no quiero nada. Ni siquiera
deseo vivir. Este mundo es insufrible. Me estoy asfixiando. Me estoy
muriendo. Un día en un arrebato me marcharé. No será tu culpa,
sino la mía. Yo te he puesto en un altar y tú no has escuchado mis
ruegos.
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