Michael Curry y Mona Mayfair tuvieron sus más y sus menos...
Lestat de Lioncourt
Durante algunos días había estado
reflexionando sobre lo ocurrido en el salón. Aún recordaba la
música sonando de forma estruendosa, precipitándose por doquier,
mientras aquel olor tan acogedor se expandía por la vivienda. No
sabía bien qué era. Me sentí inducido a bajar por las escaleras y
apropiarme de un cuerpo tierno, vulnerable en apariencia, que se
abría ante mí como una magnífica flor venenosa.
Cerraba los ojos y podía sentir sus
muslos cálidos envolviendo mis caderas, su aliento agitado golpeando
la piel de mi cuello y sus uñas arañando mi torso, hombros y
brazos. Incluso podía escuchar sus largos quejidos y gemidos
acompañados por mi nombre repetido una y otra vez. Sí, aquello
parecía un rezo despiadado que me hundía en el pecado más natural.
Cualquier hombre se hubiese sentido atraído por esos cantos de
sirena.
Aparté mis gafas de lectura y apreté
el hueso de mi nariz. Me sentía sofocado, con la vista borrosa y con
deseos de fundirme con la cama. Quería alejarme de esos pensamientos
y poder soñar con mi esposa, la cual llevaba meses desaparecida. No
debía pensar en aquella chiquilla que me hacía sentir impropio y
salvaje.
Decidí dejar de pensar y marcharme.
Sin embargo, nada más cruzar la puerta de mi despacho y descender
por las escaleras, pues quería ir a mi dormitorio, la encontré de
pie apoyada en la balaustrada que iniciaba el descenso hacia el piso
inferior. Tenía los pies desnudos, un camisón minúsculo y el pelo
alborotado. Sus ojos, como siempre, eran de un verde intenso que
parecía ser puro fuego.
Bajo esa ropa que dejaba tan poco a la
imaginación se hallaban dos pequeños pechos, una cintura estrecha y
un pubis depilado. Apenas era una niña y yo ya alcanzaba los
cuarenta años. Supongo que mi cara de asombro no la desconcertó,
pues parecía estar a la expectativa. Se acercó en silencio y colocó
sus manos sobre mis pectorales, subiéndolas lentamente hasta los
hombros y terminando de puntillas me dio un beso casto en los labios.
Todos esos perversos movimientos lograron despertar en mí ese
maldito instinto de nuevo.
Mis manos no dudaron en inmiscuirse
bajo aquella tela tan fina, palpando así sus glúteos y apreciando
que no llevaba ropa interior. Mi boca se abrió con hambre y acabó
acaparando la suya, la cual se quedó inmóvil esperando que
introdujera mi lengua. Ni lo dudé. Actué. Mis labios presionaron
los suyos, mi lengua se movió resuelta y la suya intentó seguir mi
ritmo. Rápidamente sus manos se cerraron en puño aferrándose a la
tela de mi camisa de blanco algodón. Mi mano derecha se coló entre
sus piernas y colé mi dedo índice y corazón en su cálida
abertura, la cual parecía ya humedecerse sólo por ese beso que
podía escandalizar a cualquiera.
Su clítoris estaba húmedo y yo
presioné mis dedos suavemente en un movimiento circular. Su
reacción me hizo saber que debía ir más allá, pues separó su
boca de la mía y gimió mirándome decidida. Ella quería más. Así
que continué con ritmo lento elevándolo despacio hasta llevar una
velocidad que le hizo fruncir el ceño, abrir más sus piernas y
aferrarse con fuerza. Sin embargo, paré para insertar rítmicamente
esos mismos dedos dentro de su estrecha vagina.
Sus pecas se difuminaron porque sus
mejillas, así como el conjunto de su rostro al completo, se sonrojó
entretanto sus labios se abrían. Tenía una expresión placentera.
Sus manos se separaron de mí de forma temblorosa, agarró la falda
de su camisón y lo elevó hasta su ombligo. Agachó la cabeza para
ver mi mano áspera, de dedos gruesos y toscos estimulándola.
De inmediato me arrodillé. Cada vez
estaba más húmeda. Sus fluidos denotaban que estaba extremadamente
excitada. Echó su cabeza hacia atrás, pegó su espalda y abrió
bien sus piernas. Acerqué mi rostro a su vientre plano, mordí su
piel pálida y hundí mi lengua en la abertura de esos labios
inferiores. Saqué la mano para abrir bien sus piernas, apoyando
ambas en sus muslos, mientras mi lengua saboreaba su clítoris, lamía
su vagina lentamente e introducía en su pequeño orificio.
—Michael...—gimió apoyando sus
manos en mis hombros logrando que me apartara, la arrodillara y me
bajase precipitadamente mis pantalones junto a la ropa interior.
Sus pupilas se dilataron y su boca se
abrió intentando tomar aire. Por mi parte simplemente introduje el
glande y ella rápidamente apretó su boca entorno a este. Su lengua
comenzó a jugar con el meato mientras ocultaba sus dientes bajo sus
labios, carnosos y enrojecidos, provocándome una mayor erección.
Así que no lo pensé más y la agarré del pelo, recogiendo bien
este en una coleta alta, para comenzar a mover mis caderas
rítmicamente buscando que mi miembro la llenara. No obstante, acabé
incorporándola, pegando su diminuto cuerpo contra la pared,
arrancando su prenda a jirones y penetrando violentamente.
No pensaba. No era yo. Estaba
completamente ciego de deseo. Ella era una fuente de placer
inagotable. Sus gemidos me encendían cada vez más. Sus ojos se
cerraron, su cabeza se echó hacia atrás y las palabras más
lascivas, pueriles y denigrantes comenzaron a ser plegarias por
parte. Sus pies quedaron de puntillas y mis manos la sostenían por
las caderas. En cierto momento no pude más y dejé que un corriente
formidable la llenara. Ella gimió en un grito de terrible placer
para luego caer prácticamente de bruces.
Mi miembro quedó duro en su interior.
Ella lograba que la excitación no bajase. Me encontraba tan
insatisfecho como antes de empezar siquiera a tocarla. Así que
simplemente se tiró al suelo, elevó sus caderas y me ofreció una
visión tentadora. Su vagina estaba cubierta de sus fluidos y los
míos, enrojecida y algo abierta. Era todo un espectáculo. Por mi
parte no lo dudé y me colé de nuevo entre sus piernas arremetiendo
una vez y otra. Tardé algo más, pero volví a llegar al orgasmo
junto a ella.
Posiblemente muchos opinen que actué
mal, que no tenía respeto por mi matrimonio, pero repito que no
parecía ser el mismo hombre enamorado de Rowan. A su lado me sentía
diferente.
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