Lestat de Lioncourt
Sentado frente a aquel ponche caliente comencé a pensar en ella. El mismo local, gente similar a esa noche, y el ruido del tráfico de fondo mientras sonaba una canción con melodía triste. Nunca presto atención a la letra, pues la música jamás fue algo que me atrajese realmente. Prefiero la poesía porque uno le da la cadencia a las palabras, crea la música con su propia voz y no tiene que tener otra compañía que el silencio que envuelve todo.
“¡Oh! ¡Quién me diera un sorbo de vino, largo tiempo
refrescado en la tierra profunda,
sabiendo a Flora y a los campos verdes,
a danza y canción provenzal y a soleada alegría!”
Ella era mi poesía de Keats. Podía recitar su nombre mil veces y jamás lo hallaba pueril o deteriorado. Era como esa “Oda a un Ruiseñor”. Sentía que era ese sorbo de vino refrescando mi alma, que era la tierra profunda, y mi corazón danzaba esa canción provenzal llena de sol y energía soñadora. Sí, así era. Ella y no otra.
He conocido muchas mujeres a lo largo de mi vida, pero ninguna como Merrick. Ese vestido estampado de flores aún me persigue en mis sueños, ¿o debería decir pesadillas? Esos ojos fieros, esa boca carnosa, esas manos indecentes y poderosas. Su alma era la de una fiera y yo intenté domesticarla a base de engaños. Fui torpe, descuidado y absurdo. Olvidé que bajo esa piel tostada había un alma que era demasiado salvaje y que debería dejarla libre. No era presa para este cazador, no era para mí. Pero la codicié. ¿Quién no podía codiciar a esa mujer? Era independiente, fuerte, sincera y muchos decían que era perversa o estaba loca. Loca la volví yo, perversa la convirtió la bebida y la dependencia se evaporó cuando la hice mía.
“¡De olvido! Esa palabra, como campana, dobla
y me aleja de ti, hacia mis soledades.”
Abandoné su vida como quien abandona un vagón de tren en un andén. Me amó y yo, ¿yo qué hice? La dejé. Dejé que se convirtiera en Penélope esperando. Unos ojos fieros que se fueron apagando y unas manos dispuestas a todo que se doblegaron. La convertí en la sombra de lo que fue y cuando emergió, cuando decidió convertir ese amor profundo en un odio insano, la juzgué.
“Pero tú no naciste para la muerte, ¡oh, pájaro inmortal!”
Después de un largo rato me incorporé, dejé unos cuantos billetes que pagaban de sobra mi consumición y eché a caminar por las desamparadas calles de aquella ciudad sureña. Nada ni nadie desmerecería la belleza de sus calles, del mismo modo que nada ni nadie arrancaría de mi corazón esos ojos verdes. Merrick era Nueva Orleans, ron y espíritus. Era mi vida y yo fui su tumba. Codicié demasiado cuando no era siquiera digno de ser nombrado en sus labios. Viejo absurdo, eso fui.
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