Louis y Gabrielle discutiendo... Esto no es bueno...
Lestat de Lioncourt
—¿Alguna vez ha pensado que Lestat
sólo intenta llamar poderosamente su atención?
Su voz me hizo dar un pequeño
respingo. Estaba demasiado ensimismado en mi lectura. Había
encontrado algunos libros interesantes en la biblioteca de la
fortaleza. Lestat había reconstruido el viejo castillo que había
pertenecido a su familia. Creía estar solo aguardando su regreso,
pero Gabrielle me sorprendió. Ella no solía visitarnos debido al
emplazamiento del nuevo hogar que ambos poseíamos. Él quería estar
en sus raíces y yo me hallaba muy cerca de las mías, pues nací en
París y en París tenía un coqueto apartamento obsequiado por
Armand.
—¿La mía?—pregunté bajando el
libro y cerrándolo para dejarlo a un lado sobre la mesa.
—Es obvio—replicó.
—¿Por qué?—dije tras un largo
suspiro.
No solíamos hablar. Era algo extraño
que hubiese un diálogo de más de unos minutos entre ambos. Éramos
las criaturas más importantes en su vida, aunque no las únicas.
Rose, Viktor o David Talbot eran sin duda alguna grandes vínculos
tan destacados como ella y yo.
Llevaba el cabello suelto, revuelto,
algo encrespado y sucio. La camisa que llevaba estaba mal abrochada y
sus pantalones tenían musco en el dobladillo. Las botas eran las
típicas que llevaban los amantes del senderismo y la montaña. Sus
ojos brillaban como dos esferas de poder y tenían un aspecto mágico.
Ante mí tenía una criatura sin género que sonreía de forma
burlona al ver que me cuestionaba en ese momento todo. ¿Y lo hacía?
Era obvio.
—Admito que tiene un temperamento
fuerte y decidido—dijo caminando por la habitación con una
elegancia propia de una mujer de otra época, pero pisando tan fuerte
como los hombres más rudos y toscos de las viejas tabernas—. Jamás
se ha dejado hundir—añadió con confianza en su voz—. Es un
hombre que detesta bajar los brazos y creo que eso lo aprendió de
mí. Sin embargo, le puedo asegurar que es usted su faro de
Alejandría.
—Lestat es un imprudente que busca su
propio beneficio, aunque a veces lo hace de forma inconsciente.
—Y el beneficio de los que ama—me
dijo tras una risotada. Era cierto. Él buscaba en beneficio de todos
y no sólo suyo, pero a veces lo ocultaba intentando que todos
pensaran que era un egocéntrico sin remedio.
—Sí, lo sé. Sé que también ha
hecho grandes proezas durante estos años para mantenernos unidos.
Sin embargo, desapareció...
Había desaparecido durante años; sin
embargo, en ciertas ocasiones solía sentirlo cerca del edificio
donde residía con Armand. No era siempre, pero tenía la impresión
de ser observado en mis salidas al teatro.
—Se sintió culpable, Louis—confesó—.
Sintió que no había estado ahí para proteger lo que tanto ama. Es
usted su corazón.
Esa palabra. Esa maldita palabra. Ese
lugar donde anidaban según los egipcios el verdadero órgano de los
pensamientos, el ánfora del alma, y la valentía. El símbolo del
amor, de la angustia, de la bravura, del romanticismo y también de
la vida misma. El corazón era un músculo cuyo aspecto difería
muchísimo del símbolo que muchos ofrecían en San Valentín o
cualquier otra fecha. Si bien, era sin duda alguna algo que jamás
dejaría de tener presente en mi léxico. Él me dijo que era su
corazón y él era el mío. Obvio que éramos el uno para el otro
pese a todo.
—Su corazón...
—El día que usted lo comprenda
dejará de juzgarlo—murmuró antes de salir de la biblioteca—.
Con permiso, tengo cosas importantes que hacer.
Quise decir que lo comprendía, pero
que me era difícil aceptarlo. Asumir ese tipo de cosas me traían de
cabeza.
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