Día 17 de Mayo: Día contra la transfobia y la homofobia.
Día para reivindicar.
Lestat de Lioncourt
—Deja de mirarme así,
caballerito—dije encaramado a una de las ramas de un viejo árbol.
Veía el cementerio de los Blackwood
bajo las suelas de mis botas. Podía contemplar el horizonte lleno de
tumbas, algunas sin nombres y otras tan olvidadas que ni siquiera
merecía la pena señalarlas. Entre todas ellas había una especial.
En ella descansaban los restos de Virgina Lee. Recordé el día en el
cual Manfred quedó viudo y comenzó a llorar amargamente mientras me
lo contaba por teléfono. Había sido un golpe magistral del destino,
el mismo que nos había puesto a ambos en contacto para fundar una
pequeña “sociedad”.
Él había entrado en escena en
silencio, pero su presencia siempre era peculiar. Tenía una
fragancia intensa, algo masculina, que para nada tenía que ver con
el rostro dulce y delicado que cargaba. Cuando mirabas a Tarquin
veías a un niño remilgado, mimado y de rasgos suaves que buscaba
doliente el apoyo de alguien. Siempre parecía a punto de romper a
llorar.
—Te he dicho que dejes de hacerlo.
—Me preguntaba si hablarías conmigo
antes de irme—comentó con las manos en los bolsillos—. Haré lo
que me dijiste. Justo iba a visitarte antes para explicarme mi
paradero, pues creí que sería conveniente.
—Y me has encontrado de nuevo en tus
tierras, justo en la puerta de tu casa, y contemplando el lugar donde
ha muerto esa bruja de piel oscura y ojos de esmeralda. Esa mujer tan
fuerte, tan poderosa, que ha muerto por tu culpa porque deseaba
salvarte. Mírate nada más, Quinn. Tienes suerte, pues te han
quitado una gran carga y ahora eres libre. Eres tan libre como lo he
llegado a ser yo, aunque yo lo he hecho después de muchos años
luchando contra mi propia verdad—comenté antes de bajar de un
brinco.
Mi aspecto era el habitual. Llevaba un
traje oscuro, con una camisa también del mismo tono y sin corbata.
El gabán de cuero negro cubría gran parte de mi atuendo, así como
los guantes que evitaban que mis largos y huesudos dedos lo
atormentaran. Ante él tenía a un hombre de cabello largo trenzado
y con un sombrero de ala ancha bastante elegante. Era sin duda la
representación de nuestra primera vez. Él, por el contrario, vestía
mucho más formal que aquella noche. Llevaba unos jeans de vestir,
unos mocasines, una camisa blanca de algodón y una chaqueta
americana color chocolate. Parecía uno de esos modelos de revistas
para adultos jóvenes que tanto dan que hablar. Al menos, ante los
adictos a la moda y tendencias urbanas. Estando los dos frente a
frente quien nos viera pensaría que éramos dos hombres de negocios
metidos en asuntos turbios, pues el lugar no era el apropiado para
una conversación. Era una zona de recogimiento y duelo. Estábamos
rodeados de espíritus, pues podía sentirlos aunque no verlos, y eso
me ponía los vellos de punta.
—¿A qué te refieres con tu
libertad? ¿Acaso no te rescató Arion?—preguntó algo incrédulo.
—¿Acaso crees que ser esclavo sólo
es llevar cadenas físicas?—dije apoyándome contra el rugoso
tronco, algo chamuscado por la fogata de días atrás donde feneció
Merrick, mientras él seguía contemplándome con esos ojos azules
tan abismales.
—No, claro que no—respondió—.
¿Pero no las soltaste cuando comenzaste a vivir con él?
—No. ¿Acaso la sociedad ha
evolucionado mucho desde entonces? Al menos, por aquellos días,
existía en la mitología un dios menor intersexual llamado
Hermafrodito—dije con una sonrisa para nada cándida, pues mostraba
cierto dolor—. Pero hoy en día cualquiera se cree capaz de
juzgarme. Incluso la ciencia te obliga a veces a elegir un sexo, un
género y una sexualidad definida.
—Ya veo...
—Y las leyes. Las leyes están hechas
para los denominados normales, como si el resto fuéramos monstruos
de circo. Pues los raros somos mayoría. ¿Por qué debo de elegir un
sexo? Tal vez mi cerebro desarrolló más el masculino, pero ¿y mi
lado femenino? En mis genitales se desarrollaron ambos debido a un
error biológico, aunque eso no tiene nada que ver con lo que hay
bajo mi cráneo o la ropa que a mí me apetece vestir. ¿Es que acaso
un hombre es menos hombre porque use lencería femenina? La ropa es
ropa, igual que el maquillaje se usaba sólo para los guerreros y
ahora los usan las mujeres, desde la puta hasta la más alta
ejecutiva, como símbolo de belleza o para cubrir imperfecciones. Sin
embargo, me miras y no sabes qué soy. Mi actitud va de un género a
otro, al menos lo que socialmente se acepta como masculino o
femenino. Me gusta hablar en neutro, aunque también puedo usar el
femenino. Mírame, ¿qué soy? Soy libre, soy persona, soy humano,
soy un vampiro y eso me hace fuerte. Soy diferente y por eso soy un
monstruo, pero admite que no hay monstruo con una belleza como la
mía.
Mis palabras salían solas. Borbotaban
como si fuese una olla de agua hirviendo. Él me miró asombrado,
pero no dijo nada más. Ante él tenía a una criatura que se
desenvolvía en un discurso que para nada había escuchado antes.
Estaba derrumbando cualquier barrera.
—¿Y sabes qué me gustaría?—dije
con una sonrisa lasciva—. Que vieras como soy capaz de enloquecer a
Arion con mi sola presencia usando cualquier ropa. Del mismo modo que
comprendieras que él es un hombre libre de cualquier atadura, de
moral creada por una cultura vacía y pobre basada en religiones
absurdas, porque ha aprendido que el amor derrumba cualquier barrera
y fortalece al verdadero guerrero—di un paso hacia él y coloqué
mis manos enguatadas en su rostro, sosteniéndolo con cierto cariño.
Mis pulgares acariciaron sus mejillas e incliné mis labios sobre los
suyos. Dejé un beso pequeño, casi minúsculo, para luego
estrecharlo contra mi cuerpo—. Eres mi hijo y siempre te defenderé
aunque no me ames, aunque me detestes, aunque sólo sepas llorar y no
te levantes. Algún día lograrás romper la barrera de todos tus
miedos y serás auténticamente libre.
Al apartarme me di cuenta que lloraba
en silencio. Era un llanto similar al sirimiri de una llovizna de
primavera o verano. Sus ojos tenían una belleza indomable en ese
momento y sus mejillas se habían manchado con las lágrimas
sanguinolentas.
Él no dijo nada más, pero sé que en
el fondo de su corazón me dio las gracias. Por mi parte ya había
cumplido. Fue mi despedida. Me marché de su vida y decidí que no
volvería a Nueva Orlenas. Él podría hacerlo, pero no bajo mi
atenta mirada. Lo liberaba de la carga de soportarme noche tras noche
observándolo desde algún edificio.
No hay comentarios:
Publicar un comentario