Mañana es el día contra la transfobia y la homofobia. Dios no los odia, sólo lo odia el ignorante.
Lestat de Lioncourt
—Creaste un mundo diverso—dije.
Estábamos frente a un tablero de
ajedrez. Él vestía de blanco impoluto, pero yo había escogido unas
prendas bastante llamativas. Unos pantalones tejanos desgastados,
algo sucios en los bajos, unas botas de punta con tachuelas, una
camiseta blanca sin mangas y una chaqueta de imitación a cuero
cargada de cremalleras y consignas en pro de la libertad de cualquier
tipo y de la paz. Uno busca paz siempre que va camino a la libertad y
la felicidad, pues son tres rostros de una misma señora.
—Creé mentes diversas—replicó
moviendo el alfil.
—Pero muchas de ellas no
funciona—contesté antes de señalar el mundo que yacía a nuestros
pies iluminado por las distintas luces de neón. Desde el lugar donde
nos hallábamos podíamos ver una ciudad cualquiera, tan común como
cualquier otra, llena de suburbios más pobres y más ricos con una
contaminación acústica que creaba un latido distinto a las otras.
Aún así, frente a nosotros, era lo mismo—. Míralos. No quieren
comprender, no quieren escuchar.
—¿Y es mi problema?—preguntó
encogiéndose de hombros—. Les di los medios y las oportunidades,
ellos sólo tienen que tomarlos.
—¡Lo sé!—exclamé algo agitado—.
Pero muchos no alcanzan a verlo.
—La gloria no está hecha para
todos—se apresuró a decir.
—¡Padre! ¡Los estás condenando!—me
incorporé indignado. Apoyé mis manos sobre el tablero y este se
desplazó ligeramente. Las piezas parecieron temblar, pero no se
precipitaron hacia el suelo que era un manto nebuloso que nos
sostenía a los dos, así como al resto de ángeles que nos
observaban ensimismados.
—Se condenan solos—explicó con un
tono conciliador.
—Hay quienes jamás vivirán en
libertad debido a la presión que ejerce el resto—repliqué aún
furibundo, aunque intentaba controlarme—. No puedes hacerles esto.
—¿Yo?—dijo con una sonrisa
entretanto se incorporaba imitándome. Sus labios eran carnosos,
rosados y parecían bondadosos... pero no era así—. Son demasiado
débiles, pero esa debilidad está en los caminos que han ido
escogiendo.
—¡Y en la cultura que les ha tocado
vivir!—dije todavía más exasperado.
—¿Quieres hacer algo?—preguntó—.
Hazlo—me invitó—. Levántate y hazlo.
—¡Lo hago! ¡Pero lanzan consignas!
¡Llaman sodomitas y monstruos a quienes al fin se alzan!
Mi voz se alzó como un relámpago en
mitad de la oscuridad y cayó como un trueno sobre los presentes. Las
piezas del tablero cayeron a los lados, rodando hacia el suelo, y
hundiéndose entre las esponjosas nubes. Muchos se agitaron abriendo
las alas y echándose hacia atrás. Sabía que me daban la razón,
pero muy a su pesar tenían que aceptar las reglas impuestas por
padre.
—¿Y? ¿Sucumben?—dijo alzando sus
pobladas cejas blanquecinas.
—No todos—respondí frunciendo el
ceño.
—Pues los que queden en pie serán
los que liberen al resto.
Me ahogaba. El racismo aberrante, la
presión de las clases más vulnerables, el robo de la libertad y la
malversación pública, la transfobia, el machismo, el feminismo
radical que vulneraba a las mujeres transexuales, la homofobia que se
extendía incluso en campos de concentración ucranianos, el nulo
deseo de comprender la bisexualidad, y en definitiva el odio al
diferente y el egoísmo. Sobre todo el odio hacia aquellos que se
levantan cada día luchando contra las fobias del intolerante, el
cual no comprende que amar distinto no es delito ni pecado. Y,
honestamente, tampoco identificarse con un género u otro porque son
construcciones sociales. Me ahogaba terriblemente. Quería llorar,
pero no pude. Apreté los puños y bajé de nuevo para patear la
ciudad buscando a todos aquellos que seguían luchando, seguían
amando, seguían encontrándose con las dificultades y que eran
llamados Hijos de Lucifer.
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