Estaba allí de pie como si el tiempo
se hubiese detenido. Ante mí tenía la grabación de uno de sus días
más esperados. Se graduaba para emprender un nuevo camino hacia la
etapa de la adultez. Ella era la más espigada de todas las pequeñas
que allí se arremolinaban. Sus ojos eran los más maduros, pero
también tenían una chispa de ilusión infantil que parecía no
querer disiparse. La sonrisa era dulce, como sus rasgos de niña casi
mujer, y sus pequeñas manos se movían nerviosas sobre los pliegues
de su balda de bailarina.
Era el final de curso de su etapa de
primaria. Sus tías me habían grabado el evento deseando que pudiese
sentirme tan orgulloso como cualquier padre de esa sala. Me moví en
el sillón inclinándome hacia delante y deseé estirar mis brazos
para darle la bienvenida a la pequeña que veía tras la pantalla.
Por un momento olvidé que ya no era una niña, que sólo era una
imagen antigua, y que al otro lado de la ciudad se paseaba tomada del
brazo de Viktor. Rose, mi rose. Mi dulce y eterna rosa era el duro
sacrificio de una vida entera postergada a tener la fortuna de
poseerla cerca, tan cerca como me era posible.
Amaba sus sonrisas dulces, las cuales
parecían no quererse separar de ella pese al sufrimiento. Había
perdido a su madre, luego soportó mis silencios, también lo
indecible en aquel centro que la culpabilizaba de un pecado que no
había cometido y luego ese malnacido que casi la deja ciega. Mi niña
había crecido entre espinas, pero finalmente floreció fragante,
fuerte, decidida y con una belleza única. No era la belleza que
transmitía sus hermosos rasgos, sino ese alma rebelde y curiosa que
estallaba en cada paso que daba.
Tras varios minutos apagué el
televisor y saqué el DVD del aparato, lo coloqué en su funda y
decidí salir al balcón. Me puse a ver los viñedos que quise tener
cuando era joven, pues deseaba que mi familia volviese a tener poder
y riquezas. Mi padre jamás se sintió orgulloso, aunque en su lecho
de muerte me dijo que lo estaba. La única orgullosa era mi madre. Ni
siquiera mis hermanos sintieron hacia mí un respeto tan puro como el
suyo.
Entonces, cuando estaba a punto de
romper a llorar, él apareció consolándome. Sus brazos me rodearon,
sus labios carnosos y tibios se colaron entre el cuello de mi camisa
de algodón blanco y mis cabellos y su aliento rozó mi cuello.
Louis, siempre Louis. Él estaba de nuevo a mi lado sosteniendo mi
alma, acariciando mis heridas y recordándome que me amaba. Enfrenté
sus esmeraldas con mis zafiros y sonreímos diciéndonos “te amo”
sin necesidad de palabras.
Me siento amado. Simplemente me siento
amado. Amado, respetado, cuidado y codiciado. He hallado el hogar al
fin, mi lugar en este mundo, y es protegiendo los recuerdos que me
hicieron ser quien soy y que me arrojan a cuidar lo que tengo y lo
que deseo tener. Sigo siendo un soñador rebelde e impertinente, pero
también un sabio torpe.
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