Estaba de pie observando su figura
danzando en la perversa penumbra gracias a la ventana que daba a la
avenida principal. Era una boardilla diminuta, un agujero en mitad
del paraíso que teníamos a nuestros pies, pero podíamos llamarla
hogar gracias a un pequeño alquiler que nos quitaba el pan de la
boca. Se encontraba desnudo y con gesto impúdico me llamó. Su
sonrisa era demasiado lasciva y sus ojos dos gemas de color caoba que
me calentaban más que el fuego de una buena hoguera. Me acerqué a
él, coloqué mis manos sobre sus caderas sin miedo y sin respeto,
mientras sus carnosos labios se movían sin sonido alguno. Entonces,
cuando estuve a punto de besarlo, se esfumó y todo se volvió negro.
Desperté en el barco. Me di cuenta que
aquella escena pertenecía a un pasado que parecía demasiado lejano.
Había pasado apenas un año de aquel encuentro. Fueron los días
previos al secuestro que padecí tras la interpretación de Leilo en
el teatro. Magnus no existía en aquella bohemia y perversa noche.
Nada de lo que ahora sé existía. Nicolas vibraba como vibraban las
cuerdas de su violín. El mundo entero había postrado ahora a mis
pies y se mostraba más salvaje que nunca.
Me incorporé tembloroso. Mi garganta
estaba seca. Mis ojos dolían y estaban húmedos. Sabía que había
llorado. Comprendía lo horrible que debía verme con diminutos
caminos sanguinolentos por mis mejillas. Jadeé y gruñí apretando
los puños. Gabrielle estaba en su camarote. Pronto llegaríamos al
Cairo. Algo me decía que no había tenido ese sueño por nada. Mi
corazón latía confuso y deseé cruzar un par de palabras con ella,
pero me contuve. Sólo me senté en el sofá de aquella lujosa
habitación y sentí el vaivén de las olas. Alcanzaríamos puerto en
menos de dos horas.
—Nicolas, Nicolas, Nicolas...
—jadeaba entre balbuceos.
Extrañaba decir su nombre. Odiaba
haberlo odiado. Detestaba saber que mi alma estaba intranquila y
sospechaba que algo perverso le había sucedido. Esos ojos brillaban
más que luceros en el firmamento oscuro de aquella misma noche. Una
noche que parecía tener por cielo una capa de seda negra. Miré por
el ojo de buey y contemplé la costa no muy lejos. Quise tirarme al
mar y nadar hasta el hotel donde permaneceríamos unos días. Deseé
hacerlo. Por supuesto, no lo hice. Me quedé allí sentado llevándome
las manos al rostro y restregando mis lágrimas por mis mejillas.
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