Marius no tiene remedio... ¡Es peor que yo!
Lestat de Lioncourt
Estaba hecha una furia y no entendía a
razones. De nuevo estábamos discutiendo. Ella no se sentía querida
ni respetada. Realmente jamás apreció todo lo que hice por su
persona y la de veces que extrañé su aroma impregnando mi piel y
cabellos. Aguardé a que dijese su última impertinencia y me mirara
con los ojos de una furiosa pantera. Se veía espléndida, arrogante,
poderosa y sabedora de su belleza. Su mirada gris se clavó en la mía
y su boca carnosa se cerró apretando sus dientes. Tenía unos labios
seductores y gracias a mi ofrecimiento, convirtiéndola en parte de
mi vida y eternidad, perduraron hasta estos días.
Bianca siempre ha sido una mujer
tremendamente complicada. Pandora lo es, pero ella duplica por
completo esa furia contenida. Además cuando la veo es como ver las
obras de Botticelli cobrando vida. Sus cabellos de espigas de trigo
tenían unos reflejos de oro extremadamente bellos gracias a la luz
de las lámparas de la habitación. Su vestido, ajustado y escotado,
realzaban sus senos turgentes y su cintura estrecha debido a sus
amplias caderas. Tenía perlas dispersas por su recogido en pequeños
pasadores, igual que si hubiésemos regresado a la Venecia de los
abismos de nuestros recuerdos. Su respiración era endemoniadamente
agitada y provocaba que se marcaran muchísimo sus clavículas así
como se moviesen sus senos.
—¿Deseas una disculpa?—pregunté
arrogante mirándola con indiferencia, aunque la verdad era distinta.
Quería arrojarme a sus brazos y
arrebatarle la boca. Ahora podíamos tener sexo como cualquier
adolescente. Fareed nos había ofrecido un reemplazo hormonal que
recuperaba el vigor y los deseos logrando una gran proeza. No era que
estuviésemos muertos, sino que nuestros deseos se habían
concentrado en algo más allá que esa unión carnal y espiritual.
Pero ya no. Ni siquiera necesitábamos inyectarnos en momentos
previos al sexo. Teníamos tratamientos y yo lo tomaba. Por supuesto
que lo tomaba. Era uno de los sujetos bajo experimentación. Así que
todo aquello había logrado remover lo que creía dormido y alzar al
fin mi espada frente a ella.
—Me merezco eso aunque sea—aseguró.
Di un paso más hacia delante y mi
cuerpo, de proporciones gigantescas con respecto al suyo, ensombreció
su rostro debido a la proyección de este contra ella. Mis manos se
colocaron sobre sus estrechos hombros y acariciaron la cinta fina de
su minúsculo vestido.
—Creí que lograste amar a otro.
—Yo también. Eso no quita que sienta
que merezco tu amor y respeto, pero no eres capaz de ofrecer siquiera
las migajas que dejas tras los poemas de amor a Pandora y Armand. Ni
siquiera eres capaz de tenerme una pizca de compasión como tienes
hacia Daniel. Nada—dijo al borde del llanto y yo entonces actué.
Enredé mis grandes manos en las
pequeñas tiras azulinas de su vestido y tiré de estas. Las rompí.
Me llevé estas conmigo e hice que su vestido cayese al suelo rozando
sus tobillos. Sus senos, desnudos y de rosadas aureolas se quedaron
al descubierto. De inmediato sus gruesos pezones se endurecieron y
quedé fascinado. Incliné mi cabeza con avidez y mordí el derecho
sin llegar a perforarlo. Sus piernas temblaron, su respiración se
agitó aún más y sus manos se aferraron a la levita roja que me
había regalado Seth.
Mi zurda subió por su hombro hasta el
cuello y la agarré fuertemente por la garganta, para luego hacer que
se moviera hasta la pared más cercana, allí la diestra bajó hasta
su vientre y luego se colocó entre sus muslos rozando sus labios
vaginales. Justo cuando solté sus labios pude escuchar un largo y
quejumbroso gemido.
Algo en mí se quebró. Recordé los
días de Venecia y como arriesgué el amor de Armand por sus
coqueteos. De hecho, estuve a punto de perderlo. Cuando a él lo
atacaron me hallaba con ella gozando de sus virtudes. Así que
simplemente la solté y huí de allí dejándola a solas con su
conciencia, sus deseos y la furia que había desencadenado en mi
persona.
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